Yo
tenía por aquel entonces 17 o 18 años. Era un chiquillo que empezaba a leer a
todas horas y que, de vez en cuando, descubría a un autor que le fascinaba. Me
ocurrió con José Emilio Pacheco, poeta mexicano del que leí una antología en la
editorial Alianza (si la memoria no me traiciona). Y, ni corto ni perezoso,
escribí un pequeño ensayito de seis o siete páginas que tuve la osadía de
presentar a una revista de Cieza. Amables, lo publicaron. Y yo, enardecido,
escribí una carta a la embajada mexicana en Madrid y, tras explicarles el caso,
les rogué que me facilitaran la dirección del poeta. Amables, me la enviaron. Y
yo, otra vez enardecido, fotocopié las páginas de la revista y se las remití.
Unos meses más tarde, cuando la amnesia había moderado mi osadía y no esperaba
respuesta, Pacheco tuve el detallazo de enviar a aquel jovenzuelo que era yo
una nota de agradecimiento y uno de sus libros, con una dedicatoria generosa e
inmerecida. Hay que ser muy grande para elogiar a los pequeños.
Ahora
releo el primer poemario de este insigne creador, Los elementos de la
noche, un breve y exquisito volumen donde me deslumbra la capacidad que
tiene José Emilio Pacheco para consignar fórmulas que aúnan filosofía y lirismo
(“He inventado la selva pero me falta un árbol que la pueble”), su
extraordinaria brillantez para elegir verbos sorprendentes (cuando nos explica
que una paloma “pule en el aire su desnudo vuelo”) o su esfuerzo para mirar las
cosas desde el otro lado, como pedía García Lorca (“La playa en donde nace el
mar”).
Es
verdad que el tomo aún carece de un espíritu unitario, porque José Emilio
Pacheco navega libremente entre la prosa y el verso, entre la rima y la
blancura, entre la polimetría y el soneto, entre el formalismo y el vendaval;
pero me sigue pareciendo un libro fascinante, obra de un poeta sólido, apolíneo
y excelente.
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