¿Qué pasaría
si las mujeres, hartas de encontrarse sojuzgadas por los varones, ideasen una
estratagema para hacerse con el poder? Praxágora y sus amigas lo intentarán… y
alcanzarán un éxito chocante.
Estamos en la Atenas clásica y,
disfrazadas con las ropas de sus maridos y con unas barbas postizas, se
presentan en la Asamblea
y consiguen que se apruebe una ley para otorgarles a ellas el poder de la
ciudad, habida cuenta de su elevada experiencia como gobernantas de sus propias
casas.
El nuevo
programa de gobierno, en todo caso, está claro para las féminas: “A nadie le estará ya permitido robar, ni envidiar
a los vecinos, ni ir desnudo, ni ser pobre, ni injuriar, ni tomar prendas a los
deudores”. Praxágora ha concebido un proyecto tan ambicioso como revolucionario
(“Quiero que todos los bienes sean comunes, y que todos tengan igual parte en
ellos y vivan de los mismos; que no sea éste rico y aquél pobre; que no cultive
uno un inmenso campo y otro no tenga donde sepultar su cadáver; que no haya
quien lleve cien esclavos y quien carezca de un solo servicio; en una palabra:
establezco una vida común e igual para todos”), llegando a postular incluso
algunas normativas eróticas de lo más variopintas (“Yo haré que las mujeres
sean también comunes, de suerte que puedan acostarse con los hombres y hacer
hijos con cualquiera”).
El problema es que cuando llega la hora de que los
varones aporten sus bienes al acervo común algunos se niegan a hacerlo. Tampoco
se muestran conformes con la nueva ordenanza, que obliga a yacer con las viejas
antes de hacerlo con las muchachas jóvenes.
Se generan de este modo dos o tres situaciones
tragicómicas, que colaboran a mantener en pie esta comedia ligera y simpática,
anticipo de las futuras utopías políticas, que aún se lee con una sonrisa.
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