Tenía 20
años cuando comencé a leer al argentino Jorge Luis Borges y, durante una
década, lo devoré con admiración, con pasmo, con reverencia. Ahora que ya tengo
50 puedo afirmar que sigue siendo uno de mis dioses, de mis pocos dioses
literarios. Releo hoy esta deliciosa Historia
de la eternidad y constato algunas cosas que me parecen importantes… Me
sigue fascinando la parla metafísica de Borges en sus meditaciones sobre el
tiempo; la deslumbrante condición de las kenningar islandesas (que me
maravillaron en mi juventud y que me siguen causando asombro); las inteligentes
reflexiones que Borges enumera sobre la condición y espíritu de las metáforas;
su riguroso examen pintoresco sobre las teorías del tiempo circular; o las
procelosas observaciones que prodiga sobre las diferentes traducciones de Las mil y una noches.
Y, por
encima de todos los aprendizajes intelectuales que he obtenido con el autor
argentino, me queda siempre (entonces y ahora) el fulgor del lenguaje borgiano.
Descubrir que un libro le resulta “servicial”, que la pequeñez del átomo es tal
que “no lo sospechan los microscopios”, que una posibilidad remota es
“computable en cero”, que a un explorador “lo agredió una alta fiebre” o que
unos periódicos recibieron la publicación de cierto libro con gozo y le “dispensaron su ditirambo” son imágenes verbales
que me embriagan. Hay libros que no contienen ni una sola comparable a ellas. Y
Borges las depara con prodigalidad genial. Por eso lo amé y lo amo.
“Ya seguiremos discutiendo en la eternidad”, dicen
que dijo Miguel Servet a los que decidieron quemarlo. Yo seguiré leyendo a
Borges en la eternidad.
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