Supongo que
cada edad lectora tiene sus ventajas e inconvenientes: lo que se gana en
experiencia, madurez o conocimiento se pierde en inocencia y disfrute puro. No
creo que sea algo bueno o malo. Es simplemente así.
Recuerdo que
cuando leía durante mi juventud las obras de Eugène Ionesco me producían una
sensación explosiva de frescura, de humor, de innovación. Pero cuando las
retomo en la madurez no me ocasionan sino bostezos. No me estoy refiriendo,
evidentemente, a su calidad literaria, sino al impacto que producen en mí. Ya
no hay sonrisas, ni deslumbramiento, ni aplauso. Hay, como diría el
desaparecido Pepe Perona, bahísmo (de
“bah”).
La
repetición tediosa y más bien infantil de gags (que el señor Smith es inglés,
está casado con la señora Smith que también es inglesa, tienen un habla
inglesa, conversan como ingleses, viven en una casa inglesa, calzan zapatillas
inglesas, etc) se agota cuando, a las cinco o seis repeticiones, te descubres
pensando: “Vale, muy ingenioso. A ver después”. Y después sólo hay más de lo mismo. Los procedimientos de Ionesco no
me resultan menos insufribles que las retahílas del último Camilo José Cela.
Sigo sonriendo con alguna de sus frases (“Tomen un
círculo, acarícienlo, y se hará un círculo vicioso”), pero poco más.
El
teatro del absurdo y yo. Uno de los dos se ha hecho viejo.
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