En ocasiones, la vida nos depara unos dones
envenenados que, sin apenas reflexión, mordemos; y esos dones pudren nuestro
interior. Lo descubrirá pronto Remigio que, tras un tiempo de malas relaciones
con su padre, acaba por volver a la casa familiar para cuidarlo en sus últimos
días. Lamido por la gangrena, la muerte no tardará en llegar; pero un exceso de
cabezonería o de imprudencia le impide redactar testamento. Y por esa causa
comienzan a encadenarse los problemas para su hijo, que se encuentra convertido
en dueño de una heredad de la que no sabe encargarse.
A partir de ese instante, los enredos se van
multiplicando para él, y las amarguras se amontonan sin tasa: su madrastra
comienza a pleitear por la herencia; los abogados descubren el filón y se
dedican a engañar a ambos con sus mil triquiñuelas legales, que no buscan sino
enredar el proceso y engordar sus minutas; los jornaleros consideran que la
inexperiencia del hijo es motivo bastante para hacer de su capa un sayo,
descuidar sus obligaciones y robar en los descuidos todo lo que pueden; las
gentes del pueblo murmuran de la presunta altanería de Remigio (que no es sino
una mezcla de desconcierto y de candor); y hasta una joven querida de su
difunto padre se incorporará al enredo exigiendo del muchacho una elevada
cantidad que su progenitor, presuntamente, le adeudaba…
Por todas partes los abusos, las burlas y
las estafas, en un bochornoso juego de insidias, malentendidos, rencores,
cazurrería campesina, terquedad y maledicencias que terminará por destrozar el
espíritu y esquilmar la paciencia del joven advenedizo. “La heredad misma se
había convertido en enemiga suya”, se lee en la página 111, justo cuando otros
percances (vacas que abortan y campos que arden) terminan por llevar a Remigio
al límite de sus fuerzas.
Traducida por Miguel Ángel Cuevas y publicada por el sello Traspiés, esta desasosegante narración del italiano Federigo Tozzi (1883-1920) parece uno de los redescubrimientos literarios de la temporada. Ténganla en cuenta.
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