Leí este libro de Javier Mije hace una década y he
vuelto a releerlo con las mismas sensaciones que tuve entonces: con la
certidumbre de que albergaba un altísimo contenido de belleza literaria.
Apenas se abre el tomo aparecen “Toda la vida”
(donde encontramos como protagonista a un hombre abandonado por su pareja) y
“La furtiva” (donde es ella la abandonada). Sería bastante con ese par de
relatos para justificar el aplauso al libro, porque son dos insuperables
ejemplos de excelencia narrativa y de sensibilidad. Pero es que después se
despliegan ante los ojos “Derrumbamiento” (con Javier teniendo que acudir en
medio de la noche a la casa familiar para levantar del suelo a su padre), “Un
juego de espejos” (donde acompañamos a una pareja que se reinstala lejos de su
hogar), “Sabio en esperas” (insuperable retrato del hombre que espera a una
mujer en la estación de tren, y que por momentos parece dibujado por Antonio
Muñoz Molina), “Palabras raras” (un muchacho que intenta consolarse de la
muerte de su padre acudiendo al lado de su amigo Carlos) o “El color del mar”
(relato de angustias, zozobras y autodestrucción).
Javier Mije cuenta historias en las que lo de menos
es qué está pasando en ellas, porque la estructura, la psicología y el lenguaje
superponen encima de la peripecia unas capas densísimas de significados y
bellezas, que diluyen el argumento hasta volverlo anécdota. Sus personajes
sufren, aman, recuerdan, se arañan por dentro, se rebelan ante el gris de la
vida o sucumben a él; sus frases y párrafos trazan jeribeques de humo que, al
fin, se convierten en sensaciones en el corazón de los lectores.
Javier Mije es un maestro; y lo mínimo que hay que
hacer ante los maestros es leerlos con respeto, disfrutar de sus propuestas y
aprender de sus páginas. Se ensancha la inteligencia y se multiplica el goce
estético cuando leemos libros como El
camino de la oruga. Dicho queda.
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