La figura de Tomás Becket, arzobispo de
Canterbury y Lord Canciller de Inglaterra durante el siglo XII, ha dado mucho
juego en el mundo de la literatura y el cine, por los rasgos que comporta de
ambición, conflictos entre Iglesia y Estado y ambigüedades varias.
Jean Anouilh, en su pieza teatral Becket o El honor de Dios, nos ofrece su
propia versión de la historia, hablándonos de un Tomás Becket que experimenta
una transformación sincera desde el punto de vista religioso y de un rey inglés
que siente por él un profundo afecto, del que quisiera desprenderse por el bien
de sus intereses monárquicos. Ese juego produce dos temperamentos psicológicos
que Anouilh borda en estas páginas: la serenidad de Becket frente al afán
tumultuoso de Enrique II, la condición apolínea del religioso frente a la
torrentera dionisíaca del rey.
Dos hombres que fueron amigos durante su
juventud y que se ven enfrentados por sus distintas maneras de entender el
curso de la Historia
y sus propias funciones. Uno desea erosionar los poderes plenipotenciarios de la Iglesia en su país; el
otro, servir de modo coherente al Dios al que lo han consagrado sin su
autorización (el rey lo nombró arzobispo de Canterbury pensando en que siempre
podría contar con su fidelidad). El choque estaba garantizado. Y Jean Anouilh
lo resuelve con elegancia, un buen uso de los cambios de escena y una eficaz
construcción teatral de la trama.
Entre todas las escenas memorables de la
pieza me ha llamado la atención, aunque lo reconozco nimio desde el punto de
vista argumental, el instante en que Enrique y Tomás dialogan a cuenta de unos
tenedores, adminículo gastronómico que el rey desconoce. Becket ha recibido dos
de ellos como gran novedad de etiqueta y, ante la sorpresa del rey, le explica
que sirven para pinchar las cosas sin que los dedos se manchen. El monarca objeta
que entonces se mancharán los tenedores y Tomás Becket le replica que pueden
lavarse. Su Majestad termina la escena: “Los dedos también. No veo la utilidad”.
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