Qué triste
destino el de doña Rosita, muchacha casadera que tiene que soportar con
resignación el traslado de su novio y que, durante meses, y luego años, y por
fin décadas, irá recibiendo cartas suyas en las que le habla de reencuentros,
de votos de matrimonio renovados y de esperanza. Pero el tiempo, a despecho de
sus ilusiones, irá transcurriendo implacable y la muchacha se convierte en una
solterona, que sirve de hazmerreír a sus vecinas.
Penélope
andaluza, atrincherada en una conformidad que el cartero alimenta, doña Rosita
acabará por reconocer ante su tía y su ama que sabe la noticia que todos
murmuran por las calles y que la da por veraz: su prometido lleva mucho tiempo
casado con otra. Ella ha fingido ignorarlo para no desmoronarse, pero el dolor
termina por aflorar a sus labios: “Hay cosas que no se pueden decir porque no
hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su significado.
Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni
entender ni quitar esta mano oscura que no se si me hiela o me abrasa el
corazón cada vez que me quedo sola”.
Abatida, la
ajada virgen reconoce que “no hay cosa más viva que un recuerdo. Llegan a
hacernos la vida imposible”. Y la situación alcanzará un punto máximo de
tristeza cuando, por motivos económicos, la familia es desahuciada y debe
abandonar la vivienda al atardecer, en medio de la lluvia.
Lirismo,
soledad, vidas truncas, maledicencias, estoicismo lánguido y gracia compositiva
se unen en esta pieza del granadino Federico García Lorca. Imborrable.
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