Ocurre en ocasiones que un escritor genial
monopoliza el nombre de su país de cara a los lectores, y se convierte en una
especie de emblema que calcina la fama posible de sus compañeros. Así, es
difícil que hablando de La India
nos venga a la memoria alguien distinto de Rabindranath Tagore; o hablando de
Noruega alguien que no sea Ibsen; o hablando de Irlanda alguien que nos brote
antes que James Joyce. Con Colombia ocurre casi lo mismo. ¿Quién no asocia su
nombre, literariamente, al de Gabriel García Márquez? Su esplendor
internacional ha sido tan prolongado y notorio que ha eclipsado, sin
pretenderlo, las luces de sus coterráneos.
Pero he aquí que, cuando nada hacía presagiar el
advenimiento de la maravilla, surge la figura de Evelio Rosero y, con unos modos
totalmente diferentes a los de su compatriota, nos entrega la novela En el lejero, una pieza magistral y
asombrosa, que demuestra un poderío fabulador fuera de lo común. En ella vemos
a Jeremías Andrade, un anciano septuagenario que llega un viernes por la noche
a un pueblo nebuloso, instalado a los pies de un volcán. Su propósito es tan
férreo como desconocido (“Tenía que empezar a buscar, en ese pueblo, tenía una
sola pregunta que abarcaba todas las preguntas”), hasta que, por fin, en la
página 56, extrae de su bolsillo una fotografía y pronuncia cuatro palabras que
condensan un año de peregrinación, interrogaciones y angustias: “Busco a mi
nieta”. Pero los personajes que rodean al anciano (la patrona del hotel, las
extrañas monjas del convento, los niños fantasmales que gritan a su alrededor,
el gordo Bonifacio, una enana lúbrica, los vecinos silenciosos) forman en torno
a él un escenario de pesadilla, que se completa con detalles repulsivos (miles
de ratones muertos por los suelos) o directamente surrealistas (ese cementerio
de guitarras del que se habla en la página 44). Al final, Evelio Rosero
terminará de producir desasosiego en sus lectores colocando a dos de los
protagonistas en una situación altamente perturbadora, al borde de un abismo.
¿Relato metafórico? Sin duda alguna. Los
simbolismos están debajo de cada línea, apuntalándolas. No en balde, la
contraportada del tomo nos avisa de las deudas que esta novela contrae con Juan
Rulfo y con Dante Alighieri. (Y podría haber añadido también el nombre egregio
de Franz Kafka). Pero la gran proeza es que Evelio Rosero haya conseguido un
lenguaje poderoso, musical y cuajado de imágenes, en el que la turbadora
acumulación de símbolos no ahoga la exquisitez literaria del volumen.
Entre las páginas 64 y 69 de esta obra puede verse
cómo el pueblo empuja a Jeremías Andrade para que busque a su nieta dentro del
convento. Háganme caso y entren ustedes con él. Descubrirán una novela
inquietantemente perfecta y cautivadora.
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