Entre las virtudes y defectos que los
habitantes de esta tierra atesoramos (y que Santiago Delgado acaba de detallar
con ingenio, humor y buena prosa en su libro Zarangollo de murcianos) figura, en principalísimo lugar, la
presbicia. Y es probable que de ahí deriven todos los demás elementos
constituyentes nuestra idiosincrasia. Los murcianos somos, quiérase reconocer o
no, présbites. Esto es: nos mostramos más bien renuentes a la hora de otorgar
valía a lo que tenemos cerca, quizá porque nuestros ojos no son capaces de
enfocarlo de manera adecuada. El autor nos dice en este libro que no valoramos
a nuestros escritores hasta que son reconocidos fuera (y cita los casos de Luis
Leante y Marta Zafrilla, ambos consagrados en 2007); que no nos enorgullecemos de
nuestros inventores (Peral, De la
Cierva ); y que hasta incurrimos en la desidia de ignorar los
pormenores de nuestra historia regional (¿cuántos murcianos podrían decir
quiénes fueron El Ricotí, Ibn Jattab o Cristóbal Sánchez de Amoraga?). Pero no
lo hace con acrimonia, ni con acento bilioso, sino con calma analítica, como si
nos dijera: “Esto es lo que hay, y poco arreglo tiene el asunto”.
En todo caso, lo que resulta innegable
es que este zarangollo secular que Santiago Delgado pone bajo la lente del microscopio
(y que no se publica en nuestra región, sino con el sello andaluz Almuzara),
admitía muchas formas de ser diseccionado; y él ha elegido, creo, la más
inteligente: un acercamiento simpático, atrabiliario, subjetivo y envuelto con
una prosa chispeante, donde no faltan las observaciones y anécdotas graciosas
(acúdase, por ejemplo, al episodio de la página 36, en el que vemos cómo Dámaso
Alonso comió en Murcia paparajotes, sin que nadie tuviera la precaución o la
cortesía de avisarle de que la hoja no conviene ingerirla), pero donde tampoco
siente rubor a la hora de proclamar ideas que puedan resultar incómodas, sobre
todo en ciertas controversias entre murcianos y cartageneros (“Si los méritos
históricos fuesen los preponderantes para ejercer derecho a capitalidad y
proporcionar nombre a territorios, habría que trasladar la capitalidad de
España a Atapuerca”, página 95).
Santiago Delgado, uno de los escritores
más versátiles de nuestra literatura, opina sobre la cansera, sobre los poemas
infamantes o burlescos que los habitantes de cada pueblo dedican a los del
pueblo vecino, sobre el panocho y sobre mil temas más. No, desde luego, con la
voluntad de ofrecer respuestas, que es tarea de soberbios, sino con la
intención de disipar algunas nieblas (“Estamos aquí para cercar el enigma, no
para resolverlo”, página 57). Y lo hace con una gracia extraordinaria y con una
secuencia de “diapositivas históricas” que sorprenderán a algunos, agradarán a
muchos y maravillarán a todos. Lean esta “Patafísica de los habitantes de la Región de Murcia” (así reza
el subtítulo de la obra). Me agradecerán el consejo.
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