Dicen que una buena parte de lo que somos, pensamos
y sentimos procede del mundo de nuestra infancia, ese territorio donde acuñamos
mitos, atesoramos recuerdos y fraguamos ideales. En el caso de Matia, la
protagonista de Primera memoria, de
la barcelonesa Ana María Matute, sin duda es así. La época en que le ha tocado
vivir el tránsito de la infancia a la pubertad es especialmente dura (el verano
angustioso de 1936) y sus condiciones familiares tampoco son las más indicadas
para cruzar esa frontera vital con calma: huérfana de madre, con un padre que
se encuentra en el frente y teniendo que vivir en Son Lluch con su autoritaria
abuela, su lánguida y amargada tía Emilia y su astuto y manipulador primo
Borja. Este último personaje, dibujado con tintas muy cargadas desde el
principio de la narración, actúa siempre como un bellaco: roba dinero a sus
mayores, controla despóticamente a su preceptor (Lauro, un joven seminarista
que tiene unas debilidades carnales que lo han convertido en el perrito faldero
de Borja), trata con desdén ambiguo a Matia y, en fin, se convierte en el ángel
negro de la novela, por su turbiedad, sus mentiras, su soberbia (es hijo de un
coronel que está combatiendo del lado franquista en la península) y su clasismo
(cuando se refiere a los pobres de la isla lo hace con altanería inusual para
sus pocos años, que le lleva a considerar que esas gentes a las que califica de
chusma “tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos
de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran”)... Su antagonista
moral y casi físico en la novela es Manuel, un muchacho que vive en “el
declive” (la zona pobre) pero que muestra siempre en sus palabras y actos una
majestad, un autocontrol y una actitud que subyugan a Matia. Más adelante,
cuando queda al descubierto quién es en realidad su padre, todo parece que
cobra sentido... Con esta novela iniciática, llena de espléndidas descripciones
paisajísticas y pinturas psicológicas de alto nivel, la catalana Ana María
Matute consiguió el premio Nadal de 1959 y una de sus obras más compactas y
perfectas. Con sus adjetivos deliciosamente gráficos (nos habla del “frío
verdoso” con el que se anuncia siempre el invierno), con sus adverbios de
poderosa textura (de un loro que hay en la casa de Son Lluch se nos dice que
era “desesperadamente azul”), con su sólida construcción novelesca (que se
dibuja con movimientos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo) y con sus
frases de rotunda belleza lapidaria (“Casi nunca es azul el cielo”, piensa
Matia en un momento de la obra), Ana María Matute demuestra que, como afirmó
Francisco Umbral en su Diccionario de
Literatura, ella era “la escritora de más calidad narrativa y singularidad”
de su generación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario