Continúo con las relecturas de mis libros de
juventud. Ahora retorno a las bellas y tristes Geografías de Mario Benedetti, un breve, hermoso, decantado librito
donde el espléndido poeta uruguayo nos suministra reflexiones sabias y serenas
sobre los oleajes anímicos del exilio, sobre las ilusiones que debemos mantener
a salvo de la erosión de los días y sobre el amor como coraza, esqueleto o
salvoconducto. En medio, salpicando todas las páginas, nos encontramos con los
versos más dispares: en algunos brilla el humor (“Quiero morir de siesta”); en
otros se nos facilita una sentencia de inequívoco espíritu filosófico (“Nacer
es un atajo / que conduce hasta el azar”); en otros lamenta que el mundo actual
nos haya eliminado los matices y las variaciones (“Nos suspendieron el derecho
a la tibieza”), nos desliza interrogantes que estremecen la piel
(“¿Recordaremos siempre no olvidar?”), nos invita a un gozoso carpe diem
continuo (“Vamos a reponer lo mucho que perdimos / vamos a aprovechar lo poco
que nos queda”), nos obliga a reflexionar sobre la mendacidad de algunas
hipérboles (“Hay tanto siempre que no llega nunca”) o, en fin, nos devuelve la
dignidad intacta de la que no debemos abdicar indicándonos que “todos estamos
rotos pero enteros”.
Adoro la obra lírica de Mario Benedetti, incluso
cuando me doy cuenta de que la intervención de Joan Manuel Serrat mejoró textos
como “La buena tiniebla”, que se convirtió en la canción “Una mujer desnuda y
en lo oscuro”, superior al poema.
Es más: creo que adorar a Benedetti es una
obligación estética.
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