Desde que el maravilloso Eduardo Mendoza dio el
intrépido salto que lo adentraba en el mundo de la narrativa de humor (sin
apartarse ni un milímetro de la calidad literaria) no había tenido ocasión de
leer a ningún otro escritor español que abordara el mismo proceso con tan
excelentes resultados como los que ha obtenido el donostiarra Fernando Aramburu
con Ávidas pretensiones, que le sirvió
para que un jurado compuesto por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer,
Elena Ramírez, Carme Riera y el propio Eduardo Mendoza le concedieran el premio Biblioteca Breve 2014, convocado
por la mítica editorial Seix Barral.
El cuadro que nos dibuja Aramburu en sus páginas
es, simplemente, descacharrante: un variopinto grupo de poetas han sido convocados
por José Manuel Agüero en un convento situado en Morilla del Pinar para
celebrar allí unas Jornadas Poéticas. Cargado cada uno de ellos con sus
rencores, sus fobias, sus excentricidades, sus frustraciones, sus envidias, sus
vanaglorias, sus publicaciones y sus mezquindades, va instalándose en la
habitación que le corresponde: un poeta ciego y de edad avanzada, que viene
acompañado por una bellísima y juvenil admiradora, que le sirve de lazarillo
dentro y fuera de la cama; una poeta histérica y que tiende a la depresión
endógena desde que su hija murió en un atentado; un catedrático infuloso que
pronuncia la conferencia de apertura en medio del desdén general; dos poetas
lesbianas que reivindican su sexualidad de forma explícita y que provocan el escándalo
en la pequeña población rural donde se instalan; un poeta que, tras ingerir por
boutade unos hongos silvestres, se pasa todas las jornadas con una diarrea
descomunal, que lo mantiene alejado del resto de sus compañeros; una poeta que,
despechada por no haber sido incluida en la antología de autores que prepara
otro de los asistentes, le provoca destrozos tremebundos en el ordenador y
hasta en su ropa; un vate jovencito que pierde dos dientes por defender el
honor de una de sus compañeras...
Pero aparte de sus hilarantes personajes y de sus
fantásticas secuencias narrativas (recomiendo detenerse especialmente en una de
ellas: cuando Susana y Conchita, las dos poetas lesbianas que mencionaba antes,
se dedican a calentar a unos mozarrones del pueblo para conseguir que las
inviten a comer y beber, con la esperanza de organizar luego una orgía con
ambas), conviene que se resalte el aspecto literario de la obra, porque
Aramburu ha inyectado casi en cada página citas encubiertas de otros autores,
anécdotas que los aficionados a los libros identifican con nitidez, ironías
estimables, parodias que valen su peso en oro y recursos retóricos que provocan
admiración y sonrisas (un ejemplo bastará: nos dice que el poeta Tadeo Balboa
“vocalizaba como un exprimidor de limones” y que leía sus versos “con la misma
gracia, encanto e intensidad que la tapa de un ataúd”).
¿Retrato de las estulticias, bobadas y felonías de
muchos poetas españoles, que resultan fácilmente reconocibles, aunque los
nombres y algunos de los rasgos hayan sido manipulados con habilidad y cortesía?
No cabe duda. Pero ante todo nos encontramos ante una espléndida novela, donde
el animus jocandi se convierte en
principio rector y donde los lectores, conocedores del mundillo lírico o ajenos
a él, disfrutarán como enanos con la excelente trama que Fernando Aramburu ha
preparado para ellos. Aplauso puesto en pie.
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