En ocasiones, una primera novela no parece una
novela inicial, y me da la impresión de que ése es el caso de Sin camino, del yeclano José Luis
Castillo-Puche. Tiene de primera novela, eso sí, el caudal autobiográfico que
la nutre, y también un notorio clasicismo en la forma. Pero poco más. Ni sus
atrevimientos argumentales, ni su profundidad psicológica, ni la riqueza
inusitada de sus símbolos, ni el firmísimo pulso con el que está escrita
revelan la juventud ni la bisoñez de su compositor.
Dicho en pocas palabras, podríamos resumir que la
obra trata de un seminarista llamado Enrique, que va perdiendo poco a poco las
energías de su vocación religiosa, y que tras sufrir una época tormentosa de
dudas y de asechanzas intelectuales y sensuales, se acaba rindiendo y abandona
el seminario. Es, pues, como en su día indicaron con acierto los profesores
Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, una “maduración de la
disidencia”; o como escribió en el prólogo en propio novelista, “una especie de
alegato generacional frente al fallo de la educación eclesiástica y al fraude,
la cobardía y el engaño de tantas conductas dentro del seminario [...]; una
especie de acta de acusación contra la hipocresía, la ruina moral y la rutina
que se vivían, sin fe auténtica, sin verdadera entrega y sin verdadero amor, en
los seminarios”.
Pero es que la podredumbre falsaria que respira
dentro de aquellos muros no es su único problema, porque desde el mundo
exterior las cosas no se le plantean con mejor cara: su madre le escribe enfervorizadas
misivas donde le hace saber que un hijo sacerdote sería la bendición de su
ancianidad; su primo Alfredo no para de susurrarle que Isabel (la chica de la
que estaba enamorado antes de su ingreso en Comillas) sigue suspirando por sus
huesos; y hay una muchacha llamada Inés que atrae, cada vez con mayor
intensidad, las miradas del joven. No es extraño que, con este manojo de
presiones, el zarandeado espíritu juvenil de Enrique siga exclamando que “está
harto de fingir y de luchar”.
El túnel por el que avanza Enrique se le va
volviendo claustrofóbico conforme circula por él, aunque cuando entró en el
mundo de la religión pensaba que todo iba a ser luz espaciosa en su interior.
Una novela estupenda sobre torturas interiores,
sobre erosiones de la fe (resulta imposible no relacionarla con Pepita Jiménez, de Juan Valera) y sobre
el modo en que un joven debe elegir entre dos líneas de fuerza que tiran de él.
Admirable.
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