martes, 15 de septiembre de 2015

Sin camino



En ocasiones, una primera novela no parece una novela inicial, y me da la impresión de que ése es el caso de Sin camino, del yeclano José Luis Castillo-Puche. Tiene de primera novela, eso sí, el caudal autobiográfico que la nutre, y también un notorio clasicismo en la forma. Pero poco más. Ni sus atrevimientos argumentales, ni su profundidad psicológica, ni la riqueza inusitada de sus símbolos, ni el firmísimo pulso con el que está escrita revelan la juventud ni la bisoñez de su compositor.
Dicho en pocas palabras, podríamos resumir que la obra trata de un seminarista llamado Enrique, que va perdiendo poco a poco las energías de su vocación religiosa, y que tras sufrir una época tormentosa de dudas y de asechanzas intelectuales y sensuales, se acaba rindiendo y abandona el seminario. Es, pues, como en su día indicaron con acierto los profesores Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, una “maduración de la disidencia”; o como escribió en el prólogo en propio novelista, “una especie de alegato generacional frente al fallo de la educación eclesiástica y al fraude, la cobardía y el engaño de tantas conductas dentro del seminario [...]; una especie de acta de acusación contra la hipocresía, la ruina moral y la rutina que se vivían, sin fe auténtica, sin verdadera entrega y sin verdadero amor, en los seminarios”.
Pero es que la podredumbre falsaria que respira dentro de aquellos muros no es su único problema, porque desde el mundo exterior las cosas no se le plantean con mejor cara: su madre le escribe enfervorizadas misivas donde le hace saber que un hijo sacerdote sería la bendición de su ancianidad; su primo Alfredo no para de susurrarle que Isabel (la chica de la que estaba enamorado antes de su ingreso en Comillas) sigue suspirando por sus huesos; y hay una muchacha llamada Inés que atrae, cada vez con mayor intensidad, las miradas del joven. No es extraño que, con este manojo de presiones, el zarandeado espíritu juvenil de Enrique siga exclamando que “está harto de fingir y de luchar”.
El túnel por el que avanza Enrique se le va volviendo claustrofóbico conforme circula por él, aunque cuando entró en el mundo de la religión pensaba que todo iba a ser luz espaciosa en su interior.

Una novela estupenda sobre torturas interiores, sobre erosiones de la fe (resulta imposible no relacionarla con Pepita Jiménez, de Juan Valera) y sobre el modo en que un joven debe elegir entre dos líneas de fuerza que tiran de él. Admirable.

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