jueves, 10 de septiembre de 2015

Diccionario de Literatura



Es evidente que a Paco Umbral no iban a encargarle (ni él hubiera redactado) un diccionario normal, académico, riguroso, objetivo, aséptico. Resulta evidente que los encargos no los desdeñaba (varias veces escribió que la mejor literatura era la de encargo), pero desde luego los coloreaba siempre con los tintes que él consideraba oportunos. Así que adentrarse en este Diccionario de Literatura supone admitir como punto de partida la arbitrariedad, el tono iconoclasta, los juicios subjetivos, las crueldades y hasta las salvajadas. Como es natural, no se va a estar de acuerdo con el escritor vallisoletano en todas sus afirmaciones, pero se las puede leer sabiendo que proceden de alguien que ha leído mucho, ha conocido en persona a casi todos los diseccionados y alcanza en ocasiones “un juicio exacto y asesino”, como me parece que él decía de Juan Ramón Jiménez en otro libro suyo.
En medio de toda esta selva de improperios, puñaladas traperas, ironías más bien sangrantes, desprecios y algún que otro elogio (son minoría, como los que tributa a Miguel Delibes, Fernán-Gómez, García Márquez, José Hierro o Martín Prieto), Umbral construye un territorio de ciénaga en el que pocos sobreviven y que, además, no era ni siquiera estable: tan pronto consideraba a Camilo José Cela uno de sus maestros como despotricaba de él; tan pronto juzgaba a Juan Manuel de Prada como la gran esperanza blanca de la estilística española como lo zahería unos años después con saña virulenta...
Extractar lo más interesante del volumen es tarea también arbitraria, porque cada persona que lea el libro tendrá sus particulares intereses y, por tanto, sus particulares focos de atracción. Ensayaré, pues, mi propio resumen alrededor de algunos nombres propios: Carlos Barral (“Poeta malo que lo sabía y bebía para olvidarlo. Prosista infame que no acierta un solo adjetivo”), Jorge Luis Borges (“Maestro absoluto y siempre”), Ramón Eugenio de Goicoechea (“Se dice que intentó suicidarse arrojándose al paso de una procesión”)... o el punto triste que le brota cuando, hablando de la forma en que su hijo quería a Manu Leguineche, escribe: “No cito jamás a un ser sagrado y fugaz que hoy he citado aquí por él” (p.143). Se refiere a su hijo, muerto terriblemente cuando todavía era un “soldadito rubio” que daba luz a su vida, y al que dedica Mortal y rosa, uno de los libros más estremecedores de la literatura española reciente.

Cuando era joven me gustaba mucho Paco Umbral, me apuntaba sus boutades y le tributaba una admiración devota. Luego me pasó con Risto Mejide y con los capítulos televisivos del doctor House; ahora que he brincado el ecuador de mi vida (como lector y como ser humano) me siento mucho más distante de las borderías, los tajos inmisericordes, las prepotencias y demás basuras. Pero sigo leyendo y releyendo a Umbral porque entiendo que se trata de un maestro del idioma, una alfaguara de creatividad, un géiser de adjetivos y metáforas. No lo admiro ya personalmente, pero qué le vamos a hacer. Nadie es perfecto.

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