Es evidente que a Paco Umbral no iban a encargarle
(ni él hubiera redactado) un diccionario normal, académico, riguroso, objetivo,
aséptico. Resulta evidente que los encargos no los desdeñaba (varias veces
escribió que la mejor literatura era la de encargo), pero desde luego los
coloreaba siempre con los tintes que él consideraba oportunos. Así que
adentrarse en este Diccionario de
Literatura supone admitir como punto de partida la arbitrariedad, el tono
iconoclasta, los juicios subjetivos, las crueldades y hasta las salvajadas.
Como es natural, no se va a estar de acuerdo con el escritor vallisoletano en
todas sus afirmaciones, pero se las puede leer sabiendo que proceden de alguien
que ha leído mucho, ha conocido en persona a casi todos los diseccionados y
alcanza en ocasiones “un juicio exacto y asesino”, como me parece que él decía
de Juan Ramón Jiménez en otro libro suyo.
En medio de toda esta selva de improperios,
puñaladas traperas, ironías más bien sangrantes, desprecios y algún que otro
elogio (son minoría, como los que tributa a Miguel Delibes, Fernán-Gómez,
García Márquez, José Hierro o Martín Prieto), Umbral construye un territorio de
ciénaga en el que pocos sobreviven y que, además, no era ni siquiera estable:
tan pronto consideraba a Camilo José Cela uno de sus maestros como despotricaba
de él; tan pronto juzgaba a Juan Manuel de Prada como la gran esperanza blanca
de la estilística española como lo zahería unos años después con saña
virulenta...
Extractar lo más interesante del volumen es tarea también
arbitraria, porque cada persona que lea el libro tendrá sus particulares
intereses y, por tanto, sus particulares focos de atracción. Ensayaré, pues, mi
propio resumen alrededor de algunos nombres propios: Carlos Barral (“Poeta malo
que lo sabía y bebía para olvidarlo. Prosista infame que no acierta un solo
adjetivo”), Jorge Luis Borges (“Maestro absoluto y siempre”), Ramón Eugenio de
Goicoechea (“Se dice que intentó suicidarse arrojándose al paso de una
procesión”)... o el punto triste que le brota cuando, hablando de la forma en
que su hijo quería a Manu Leguineche, escribe: “No cito jamás a un ser sagrado
y fugaz que hoy he citado aquí por él” (p.143). Se refiere a su hijo, muerto
terriblemente cuando todavía era un “soldadito rubio” que daba luz a su vida, y
al que dedica Mortal y rosa, uno de
los libros más estremecedores de la literatura española reciente.
Cuando era joven me gustaba mucho Paco Umbral, me
apuntaba sus boutades y le tributaba una admiración devota. Luego me pasó con
Risto Mejide y con los capítulos televisivos del doctor House; ahora que he
brincado el ecuador de mi vida (como lector y como ser humano) me siento mucho
más distante de las borderías, los tajos inmisericordes, las prepotencias y
demás basuras. Pero sigo leyendo y releyendo a Umbral porque entiendo que se
trata de un maestro del idioma, una alfaguara de creatividad, un géiser de
adjetivos y metáforas. No lo admiro ya personalmente, pero qué le vamos a
hacer. Nadie es perfecto.
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