El nombre
del escritor ruso Vladimir Nabokov va unido, para miles de lectores, al de una
de sus producciones más famosas: la novela Lolita.
Y como la obra ha merecido varias adaptaciones cinematográficas, esta unión se
produce en la mente de millones de otras personas que, sin haber leído la obra,
recuerdan con una especie de fascinación asqueada o morbosa la historia de
Humbert Humbert, aquel divorciado profesor que durante una visita a los Estados
Unidos queda encandilado con una nínfula llamada Dolores, que lo llevará por el
camino de la amargura.
En El hechicero, Nabokov investiga la misma
ruta de sensualidad, desaliento y culpa en un cuarentón con pocos atractivos
físicos (“Flaco, de labios secos, con una incipiente calvicie”) que, en el
bando de un parque, queda atrapado por la contemplación de una chiquilla
pelirroja de doce años a la que apenas apunta el pecho. Para aproximarse a ella
ronda a su madre, una viuda aquejada por una enfermedad terminal. Sabe que lo
que está haciendo no es muy ético, pero juzga que es la forma más adecuada de actuar
(“Su instinto le
decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso
contra el rincón más débil del tablero”). Al final, terminará casándose con la
irascible enferma y sobrelleva el matrimonio con la aberrante esperanza de que
algún día sea posible “fundir la ola de paternidad con la ola del amor sexual”.
Una vez que
fallece su esposa, el protagonista puede por fin quitarse la careta (“El lobo
solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela”) y da inicio,
lentamente, a su proyecto de seducción de la chiquilla, para la cual planifica
un horrendo porvenir que él (monstruo apolíneo) juzga delicado (“En el curso de
los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del
temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus
manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca
y el éxtasis del lejano ciruelo”). Para eso, lo mejor sería vivir siempre de
viaje y habitando casas aisladas, para que ella no tuviese contacto con la
realidad. Ella misma, por apetito natural, le terminaría concediendo el acceso
a su virginidad cuando llegara el momento. En las páginas finales, un hotel se
brindará ante sus ojos y la niña padecerá un cansancio tan grande que será casi
un muñeco en sus manos…
La obra es
tan impecablemente literaria como turbadora desde el punto de vista emocional,
así que los lectores tendrán que vencer toda su animadversión por el personaje
protagonista si quieren descubrir qué ciénagas lo habitan por dentro. La
editorial Anagrama y el traductor Enrique Murillo nos permiten acceder a su
complejo mundo anímico, que Nabokov retrata como nadie.
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