Me
acerqué hasta las páginas de este libro habiendo ya leído las obras anteriores
de José Ángel Castillo (Abuelos y
nietos y El que
quiso bailar y nunca pudo); y eso me concedía la ventaja
de imaginarme que la obra me iba a gustar. Así ha sido, en efecto. Y no resulta
en absoluto extraño, porque es un poeta habilísimo a la hora de moverse en
diversos temas y con diversos registros: la contundencia y el tono con los que
alude a la repetición infinita de nuestras jornadas (“El día de la marmota”); esas
metáforas de alto poder resonante que sabe esmaltar (“Prisionera”); sus hondas sentencias
sobre la estupidez y el “alma sucia y enferma de poder” de los seres humanos,
que lo llevan a anhelar un meteorito que nos modere (“Holocausto”); la forma en
que señala ciertos complots dañinos para la excelencia literaria (“Hojarasca”);
el modo ilusionado con el que reunimos en un pequeño pendrive buena parte de
nuestros sueños (“Sesenta y cuatro gigas”); la tristeza súbita de comprender
nuestra condición quebradiza (“Quirófano”); el egoísmo que nos conduce a
“presionar” a la divinidad con nuestras plegarias interesadas (“Los mil brazos
de Dios”); las flaquezas que acechan en ocasiones incluso a la persona más
íntegra y templada (“La buena estrella”)… Y, por encima, sobrevolando y
definiendo el tomo, la reflexión que el autor nos traslada sobre los puntos
suspensivos, que pueden significar tantas cosas: la incapacidad para encontrar
la palabra exacta, la creación de un silencio reflexivo, la búsqueda de una
persona cómplice que complete el mensaje desde el lado lector. O, también, “un
modo de escribir que ya pasó” (p.32).
Y,
acompañando esos poemas, los dibujos espectaculares de Álvaro Peña, siempre
llenos de ternura e inteligencia, que mezclan colores y letras para construir
sus mensajes. ¿Se puede pedir más en un libro de poesía? Yo creo que no.
Lo
tienen en La Rosa de Papel, esperando sus ojos.
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