miércoles, 19 de julio de 2023

El decadente aroma de los puntos suspensivos...

 


Me acerqué hasta las páginas de este libro habiendo ya leído las obras anteriores de José Ángel Castillo (Abuelos y nietos y El que quiso bailar y nunca pudo); y eso me concedía la ventaja de imaginarme que la obra me iba a gustar. Así ha sido, en efecto. Y no resulta en absoluto extraño, porque es un poeta habilísimo a la hora de moverse en diversos temas y con diversos registros: la contundencia y el tono con los que alude a la repetición infinita de nuestras jornadas (“El día de la marmota”); esas metáforas de alto poder resonante que sabe esmaltar (“Prisionera”); sus hondas sentencias sobre la estupidez y el “alma sucia y enferma de poder” de los seres humanos, que lo llevan a anhelar un meteorito que nos modere (“Holocausto”); la forma en que señala ciertos complots dañinos para la excelencia literaria (“Hojarasca”); el modo ilusionado con el que reunimos en un pequeño pendrive buena parte de nuestros sueños (“Sesenta y cuatro gigas”); la tristeza súbita de comprender nuestra condición quebradiza (“Quirófano”); el egoísmo que nos conduce a “presionar” a la divinidad con nuestras plegarias interesadas (“Los mil brazos de Dios”); las flaquezas que acechan en ocasiones incluso a la persona más íntegra y templada (“La buena estrella”)… Y, por encima, sobrevolando y definiendo el tomo, la reflexión que el autor nos traslada sobre los puntos suspensivos, que pueden significar tantas cosas: la incapacidad para encontrar la palabra exacta, la creación de un silencio reflexivo, la búsqueda de una persona cómplice que complete el mensaje desde el lado lector. O, también, “un modo de escribir que ya pasó” (p.32).

Y, acompañando esos poemas, los dibujos espectaculares de Álvaro Peña, siempre llenos de ternura e inteligencia, que mezclan colores y letras para construir sus mensajes. ¿Se puede pedir más en un libro de poesía? Yo creo que no.

Lo tienen en La Rosa de Papel, esperando sus ojos.


No hay comentarios: