Dicen que
todos tenemos en algún lugar del mundo una persona que reproduce nuestros
mismos rasgos físicos y que es como nuestro gemelo, nuestra réplica, nuestro
doppelgänger. José Saramago, Italo Calvino o Julio Cortázar, entre otros
autores, han explorado las posibilidades literarias de esta duplicidad rara o
inquietante.
En este
volumen, que publica Alianza en la traducción de Juan López-Morillas, el célebre
novelista ruso Fiodor Dostoievski nos presenta a un funcionario estatal de baja
categoría llamado Goliadkin, que vive en Petersburgo junto a su sirviente
Petrushka y que se encuentra (lo descubrimos en las primeras páginas) en
tratamiento médico. Es un hombre que, a juicio de su doctor, no disfruta de la
vida como debería, sino que está siempre enfrascado en su propio mundo gris,
que no oxigena con diversiones de ningún tipo. Un día comienzan a rodearlo
circunstancias anómalas, protagonizadas por un hombre que aparece de pronto en
su vida. Nadie sabe con claridad de dónde viene. Nadie sabe con claridad cuáles
son sus contactos. Pero el hecho es que consigue un trabajo en la misma oficina
que Goliadkin y que, para pasmo del protagonista, presenta su mismo aspecto
físico. Son dos gotas de agua. ¿Vínculos familiares que los unan? Ninguno.
¿Explicación para esta similitud asombrosa? Ninguna. Para colmo de zozobras, el
advenedizo dice llamarse igual que él. A partir de ese instante, el pobre
funcionario comenzará a vivir su particular infierno, porque el intruso se
dedica a suplantarlo, a meterlo en problemas y a ocasionarle incomodidades de
todo rango, que irán amargándole la existencia.
Con una
prosa de gran densidad psicológica, Dostoievski nos permite visitar las
galerías interiores del alma de Goliadkin, cada vez más desconcertado y
alicaído por las injerencias de su doble, y nos vamos implicando en su tortura,
que nos llegará a producir taquicardia y no pocas asfixias.
Grande, como
siempre, Fiodor Dostoievski.
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