Resulta muy complicado que cuatro manos y dos
cerebros sean capaces de trabajar de forma coordinada para hilvanar una novela
y que ésta, al final, se mantenga en pie con galanura. Los ingleses Charles
Dickens y Wilkie Collins (que fueron grandes amigos y grandes narradores) lo
intentaron más de una vez con resultados dispares. Uno de esos proyectos fue la
novela que hoy traigo a la página. La titularon The lazy tour of two idle apprentices, aunque la traducción
castellana más común ha sido Los
perezosos, como ésta que facilita Jordi Gubern para el sello catalán
Ediciones B. En síntesis, nos cuenta cómo dos jóvenes holgazanes deciden
acometer un viaje sumamente anómalo, en el cual “no tenían intención de
dirigirse a ningún sitio en particular, no querían ver nada, no querían conocer
nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era
permanecer ociosos” (p.18). Desde el punto de vista racional, lo más razonable
hubiera sido, habida cuenta de su vagancia congénita, mantenerse quietecitos en
sus casas; pero un raro impulso los lanza a los caminos... Y en ese deambular
van a verse envueltos en algunas aventuras de difícil resumen: escalan una
montaña en medio de la niebla, con el consiguiente riesgo de partirse la crisma
(de hecho, mister Idle sufre un aparatoso esguince de tobillo a causa de una
caída); escuchan la historia de un muchacho que, de un modo fortuito, tiene que
hospedarse en una pensión donde lo colocan junto a un cadáver (que luego no es
tal, porque acaba reponiéndose de su estado de muerte aparente); visitan un
sanatorio mental, donde observan con estupor a un tipo que evalúa muy
concentrado el entramado de hilos de una estera; etc. Como es lógico suponer,
este molde de “viaje entretenido” era el único capaz de recibir las
aportaciones de dos narradores distintos, sin que la estructura se resintiese.
Con todo, el resultado es sólo medianamente aceptable. Lo mejor, sin duda, los
capítulos donde se observa la huella de Wilkie Collins, que tiende más a la
narración pura, sin divagaciones filosóficas que distraigan a los lectores. Y,
por encima de cualquier otro aspecto, los fogonazos de humor que se advierten
aquí y allá, y que convierten la obra en una apuesta distraída y sonriente.
Sirva un único ejemplo para ilustrar tal afirmación: entre las páginas 115 y
123 podemos encontrar la hilarante secuencia en la que mister Idle nos detalla
los tres momentos de su vida en que pagó “el error de haber pretendido ser
activo” (119): cuando estudió aplicadamente y le dieron un premio (lo que le
sirvió para convertirse en un marginado entre sus compañeros); cuando tuvo la
ocurrencia de realizar una actividad deportiva y el sudor, al enfriarse, lo hizo
tener fiebre; y cuando optó por elegir un oficio adecuado a sus aptitudes
(“Dado que la Iglesia
no le interesaba, seleccionó adecuadamente la segunda mejor profesión para un
holgazán en Inglaterra: la abogacía”, pp.119-120). Un libro que, sin ser
brillante, aportará ratos muy amenos a quienes lo frecuenten.
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