No
necesito muchas palabras para definir lo que los lectores encontrarán, como he
encontrado yo, en el interior de este libro. De hecho, precisaré solamente una:
Azorín. Quienes hayan recorrido alguna de sus obras, me entenderán de forma
clara. Quienes se apresten a su primera aproximación al prosista alicantino,
que lo recuerden para futuros abordajes. Porque Azorín es siempre Azorín. Si no
fuera porque podría ser juzgado como broma, usaría para etiquetar a Azorín la
fórmula con la que definen al entrenador José Mourinho: Special One. Es exactamente
eso. “Dudo ante las cuartillas [nos dice] de si un pobre hombre como yo,
es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en
lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su
vida prosaica” (p.46). Por fortuna, esta vacilación se queda en un simple
recurso retórico, pues de inmediato el escritor de Monóvar comienza a
explicarnos cómo fue su infancia, con sus maestros ásperos, que le provocaban
“una angustia indecible” y que convertían el colegio en “una caverna lóbrega”
(p.57), donde se veía obligado a incorporarse a unos ritmos estúpidos, de los
que se liberaba mirando por las ventanas (temprana fascinación por el paisaje)
y escuchando el tañido de las campanas (las eternas campanas de sus páginas
mejores). A la vez, nos va dando noticia, en pequeñas viñetas deliciosas, sobre
algunos de sus familiares, sobre las profesiones pequeñitas, que siempre lo han
impresionado (las tenerías, los percoceros, los regatones) y, continuamente,
sobre la localidad de Yecla, que nos retrata con tintes más bien oscuros,
derivados quizá de su tristeza infantil: “un pueblo terrible” (p.70), “una
ciudad soberbia y extraña” (p.73), “un poblachón sombrío” (p.112), etc.
Pero decía al principio que este volumen es puro Azorín; y eso significa que, si no disfrutas con el ritmo lento y melancólico de su mirar y de su prosa desde las primeras páginas, déjalo. No insistas. Es su forma de mirar y de contar. No hay en ella evoluciones ni cambios. O la tomas o la dejas. Yo, desde luego, la tomo. Es uno de mis clásicos.
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