Cuando
se incurre en la osadía de dar a la imprenta un libro como este, lo más
razonable y sensato que puede hacer el autor es vacunarse contra dos tipos de
comentarios críticos que sin duda se le van a formular con cierta insistencia:
uno, el de quienes están disconformes con lo que ha escrito (“Pero… ¿cómo es
posible que diga eso de X? ¿Es que se ha vuelto loco?”); y otro, el de
quienes le echarán en cara lo que no ha escrito (“¿A quién se le ocurre no
mencionar a Y? ¡Cómo se le ve el plumero a este tío!”). Ambas objeciones
son, desde luego, legítimas, porque todo lector tiene derecho a discrepar con
el libro, quemarlo (como sugería Manuel Vázquez Montalbán), lanzarlo a la
piscina (como era costumbre de Paco Umbral) o tirarlo por el balcón (como aconsejaba
Julio Cortázar). Pero lo que tampoco conviene perder de vista es que el autor
es muy libre de elegir quién figurará en ella o qué se aseverará en sus
páginas.
Federico
Jiménez Losantos, periodista adorado y denostado, Dios o Demonio (según
versiones), aceptó el reto a la hora de escribir y publicar Los nuestros
(Cien vidas en la historia de España), un libro “rabiosamente personal”
donde ofrece un blanquísimo retrato del dictador Franco (cuyo único pecadillo
imperdonable, según se deduce de la lectura del volumen, fue haber sido un poco
quisquilloso con los liberales, facción política a la que se adhiere el autor
del tomo) y una descripción satanizada de La Pasionaria, donde extrema las
menudencias menos favorecedoras y donde sólo le falta pintarle cuernos y un
rabo. Esa es (ya lo avisaba al principio) una de las posibles críticas: la
elección subjetiva del tono y del contenido de las semblanzas. La otra (también
lo advertí y también voy a sumergirme en ella) obedece a los criterios
utilizados para seleccionar a quienes aparezcan en el trabajo. ¿Resulta
razonable (ya he dicho que legítimo sí lo es) omitir en un volumen de estas
características a escritores de la talla de Lope de Vega, filósofos del calibre
de Ortega y Gasset o políticos de tan amplia repercusión como Pablo Iglesias?
Que cada cual se conteste a sí mismo tal pregunta.
Por
fortuna, el libro contiene también, junto a la frialdad logarítmica de los
datos históricos, píldoras notables de humor, exabruptos destemplados y
anécdotas singulares, inquietantes o reveladoras. Así, y por ayuntar algunos
ejemplos sonrientes, nos explica que Viriato “murió por pactar, pero eso no lo
acredita como centrista”; que Isabel II, aparte de furor uterino, “tenía unas
faltas de ortografía inverosímiles, más propias del XXI que del XIX”; o que
Fernando VII era un personaje “al que compararlo con las ratas sería un insulto
a los roedores”. Y por lo que atañe al anecdotario, qué les podría decir: nos
informa en estas páginas de que Nebrija fue un erotómano compulsivo; que el
macabro inquisidor Torquemada acabó sus días contando batallitas por las
tabernas; que un hijo del monarca Felipe II murió aquejado de anorexia; o que
Santiago Ramón y Cajal, a los once años, utilizó pólvora para volarle la puerta
a un vecino.
Una
obra para aprender, para sonreír, para reflexionar y para indignarse.
¿Alguien da más?
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