Leo
en la edición de Agustín Sánchez Vidal para Alianza Tres la Correspondencia
de Miguel Hernández, que lleva un pequeño prólogo de Josefina Manresa. Me ha
resultado muy emocionante leerlas, porque me ha permitido hacerme un dibujo
mental de las situaciones vitales y poéticas por las que atravesó el poeta
oriolano.
Al
principio, produce mucha tristeza comprender el continuo “ejercicio de
súplicas” que impregna sus misivas: pidiéndole a Juan Ramón Jiménez que lo
reciba en su casa y que le permita leerle unos poemas inéditos; rogándole a
Federico García Lorca que interceda por él en algunos ambientes (“Moléstate un
poco más por mí, hazme el favor. No te escribo más: ésta es mi última carta; en
ella me lo juego todo”, febrero de 1935); suplicando a Pablo Neruda o al
alcalde de su pueblo que le consiga una colocación; instando a su amigo Gabriel
Sijé para que le mande dinero a Madrid, con el fin de pagar deudas (el dinero
es el gran tema sofocante, que recorre estas páginas de forma obsesiva)… Pero
también advertimos en estas misivas el profundo orgullo (incluso cierta vanidad
hiperbólica) que despliega con respecto a sus versos. Pese a la pregonada
humildad de la que continuamente hace gala, no duda en dejar que brote la rabia
cuando le escribe al poeta de Fuente Vaqueros: “Usted sabe bien que en este
libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas
resucitadas, renovadas, que es un primer libro y encierra en sus entrañas más
personalidad, más valentía, más cojones (a pesar de su aire falso de Góngora)
que todos los de casi todos los poetas consagrados” (abril de 1933).
Mucho
más dulces y placenteras son las misivas que dirige a Carmen Conde, Antonio
Oliver Belmás y María Cegarra, amigos de Cartagena y La Unión, cuyas amistades
sí que se advierten (no así con García Lorca) recíprocas. Igualmente es
emocionante leer las cartas que envía a los padres de Ramón Sijé tras la muerte
de este, pidiéndoles que lo sigan considerando hijo suyo; o el modo triste (esa
doble palabra temblorosa) en que pregunta en septiembre de 1936 a José María de
Cossío: “¿Es cierto, cierto lo de Federico García Lorca?”; o el tono terrible
en que, dirigiéndose también a Cossío en septiembre de 1939, le suplica:
“Pienso en su tierra de Tudanca, y a estoy dispuesto a trabajar en ella, a
pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de sacar mi
familia, numerosa y necesitada, adelante. Si puede enviarme algún anticipo, o
como quiera llamarle, por mi futuro trabajo en su tierra, hágalo sin demora,
porque el hambre apremia”.
Qué
años más duros y penosos le tocaron vivir al gran poeta.
Estas
cartas (que conviene leer con lentitud y en el mayor de los silencios) están
empapadas de esa circunstancia triste.
Conmovedoras.
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