Ese
amor por lo antiguo, esa pasión lánguida y constante por el tiempo pasado
(costumbres, libros, paisajes, tradiciones), que es innegable en Azorín, ha
servido para que se le juzgue muchas veces como “reaccionario”, tanto literaria
como políticamente; pero se trata a mi juicio de una notoria equivocación. Es
evidente que el escritor monovero ama muchos aspectos del ayer, quién habría de
negarlo. Ahora bien: extraer de ahí un juicio marmóreo sobre su alma entera es
hipérbole torpe. Leamos, por ejemplo, lo que dice en “La España de Gautier”, uno
de los artículos que se incluyen en estas Lecturas españolas, porque
ilustra muy bien una parte de su ideología, acaso poco tenida en cuenta: “Lo
pasado no se puede volver a vivir; la corriente del tiempo no puede ser
remontada. Las calzas atacadas, como los cachivaches de la casa, las
diversiones, las costumbres, todo se modifica y cambia. Vivamos nuestro
tiempo”. No es (coincidirán conmigo) la frase de un retrógrado, sino la de
alguien que aplaude también las bondades del presente. Porque Azorín es sobre
todo eso: la mirada silenciosa y reflexiva de quien desea empaparse de su
entorno de forma profunda. De ahí la lentitud y la minucia de sus
descripciones: quiere observarlo todo, registrarlo todo, ponerle a todo un
pequeño foco de admiración y de palabras, para que participemos de su
experiencia y nos enriquezcamos con ella.
En
Lecturas españolas, Azorín nos habla de la forma en que Juan Luis Vives
recrea escenas humildes (acaso reminiscencias de la infancia) en sus libros; de
su amor por la vida de aldea (utilizando como base el libro célebre de Antonio
de Guevara); de la modernidad reflexiva de Saavedra Fajardo, que pedía a todos
sus compatriotas tolerancia, mesura, apertura de mente y respeto colaborativo
con los demás; de su predilección por la poesía festiva, no la barroquizante,
de Luis de Góngora (“lo que prevalecerá”); de su reivindicación del casi
olvidado aragonés Mor de Fuentes; o de su admiración rendida y absoluta por
Benito Pérez Galdós o Pío Baroja… Todos esos españoles gigantescos fueron
dejando su impronta en la vida nacional. A veces, de forma visible; a veces,
secretamente. Pero su legado nos ha conformado como país. Frente a todas las
lacras que nos han lastimado secularmente, y que Azorín enumera con rigor
(“Causa de la decadencia de España han sido las guerras, la aversión al
trabajo, el abandono de la tierra, la falta de curiosidad intelectual”), nos
queda la esperanza de que aprendamos de estos prohombres cuál es el camino para
afrontar de mejor manera el futuro.
Vuelve
a maravillarme el escritor alicantino. Vuelve a dejarme en silencio
(leer a Azorín supone adentrarse en una burbuja de silencio y calma).
Era un grande.
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