sábado, 16 de septiembre de 2023

Lecturas españolas

 


Ese amor por lo antiguo, esa pasión lánguida y constante por el tiempo pasado (costumbres, libros, paisajes, tradiciones), que es innegable en Azorín, ha servido para que se le juzgue muchas veces como “reaccionario”, tanto literaria como políticamente; pero se trata a mi juicio de una notoria equivocación. Es evidente que el escritor monovero ama muchos aspectos del ayer, quién habría de negarlo. Ahora bien: extraer de ahí un juicio marmóreo sobre su alma entera es hipérbole torpe. Leamos, por ejemplo, lo que dice en “La España de Gautier”, uno de los artículos que se incluyen en estas Lecturas españolas, porque ilustra muy bien una parte de su ideología, acaso poco tenida en cuenta: “Lo pasado no se puede volver a vivir; la corriente del tiempo no puede ser remontada. Las calzas atacadas, como los cachivaches de la casa, las diversiones, las costumbres, todo se modifica y cambia. Vivamos nuestro tiempo”. No es (coincidirán conmigo) la frase de un retrógrado, sino la de alguien que aplaude también las bondades del presente. Porque Azorín es sobre todo eso: la mirada silenciosa y reflexiva de quien desea empaparse de su entorno de forma profunda. De ahí la lentitud y la minucia de sus descripciones: quiere observarlo todo, registrarlo todo, ponerle a todo un pequeño foco de admiración y de palabras, para que participemos de su experiencia y nos enriquezcamos con ella.

En Lecturas españolas, Azorín nos habla de la forma en que Juan Luis Vives recrea escenas humildes (acaso reminiscencias de la infancia) en sus libros; de su amor por la vida de aldea (utilizando como base el libro célebre de Antonio de Guevara); de la modernidad reflexiva de Saavedra Fajardo, que pedía a todos sus compatriotas tolerancia, mesura, apertura de mente y respeto colaborativo con los demás; de su predilección por la poesía festiva, no la barroquizante, de Luis de Góngora (“lo que prevalecerá”); de su reivindicación del casi olvidado aragonés Mor de Fuentes; o de su admiración rendida y absoluta por Benito Pérez Galdós o Pío Baroja… Todos esos españoles gigantescos fueron dejando su impronta en la vida nacional. A veces, de forma visible; a veces, secretamente. Pero su legado nos ha conformado como país. Frente a todas las lacras que nos han lastimado secularmente, y que Azorín enumera con rigor (“Causa de la decadencia de España han sido las guerras, la aversión al trabajo, el abandono de la tierra, la falta de curiosidad intelectual”), nos queda la esperanza de que aprendamos de estos prohombres cuál es el camino para afrontar de mejor manera el futuro.

Vuelve a maravillarme el escritor alicantino. Vuelve a dejarme en silencio (leer a Azorín supone adentrarse en una burbuja de silencio y calma).

Era un grande.

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