domingo, 4 de junio de 2023

Mal de escuela

 


Por interés literario, y también profesional, he leído bastantes libros donde se abordaba el mundo de la educación desde diferentes perspectivas: desde visiones noveladas (Josefina Aldecoa, Salvador García Jiménez o Ernst Jünger) o poéticas (Antonio Machado, Gerardo Diego) hasta ensayísticas (Ken Robinson o Andreu Navarra). He sopesado las ideas vertidas en esas obras y creo haber aprendido bastante con esa rica pluralidad de enfoques, que se unían a mi propio bagaje como profesor, tarea fervorosa que llevo más de treinta años intentando cumplir de la mejor forma posible… En esta ocasión, he querido sumergirme en las páginas de un autor al que conocí a través de Como una novela y al que deseaba volver a frecuentar. He optado por Mal de escuela; y creo haber acertado en mi elección.

Porque Daniel Pennac (nacido Pennacchioni) se propone un abordaje del mundo escolar desde la mirada del zoquete. Es decir, no del alumno brillante y que alcanza notas espectaculares en todas las materias; no del alumno que se esfuerza y consigue sus objetivos, con tenacidad digna de aplauso; no del alumno que abomina del sistema y escupe su desprecio sobre él. No. Pennac declara que todos esos alumnos existen, y que cada uno merece respeto y cariño por una cosa. Pero él desea que miremos desde los ojos del alumno que no entiende, que no alcanza, que se queda fuera, que se convence de su nulidad, que se bloquea ante cualquier tipo de enseñanza, por considerar que no logrará la asimilación de ningún contenido. Y lo hace porque, según propia confesión, él fue un zoquete: un chico de aprendizaje dificultoso, lentísimo, exasperante, al que sacaron del agujero dos o tres profesores con tan buena voluntad como paciencia. Dejemos que nos lo diga él mismo: “De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo (¡Hurra!). Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna” (p.17).

Una y otra vez, Pennac (que terminó siendo profesor, pese a los augurios de sus maestros, que prácticamente lo condenaban al fracaso; y que terminó también convirtiéndose en un reconocido escritor, pese a las previsiones catastrofistas de su maestro de gramática) insiste en la necesidad de ser flexibles, de comprender cada caso de forma individual, de ser respetuoso con los ritmos de cada alumno. Y, sobre todo, asegura que “es necesario dejar de blandir el pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo” (p.61), porque lo único que se consigue con esos métodos es amedrentar y paralizar más aún al chico que nos está mirando desde su lado del pupitre. Y porque “en resumen, se llega” (p.89): quizá tu alumno de matemáticas sea un desastre, pero es probable que termines descubriendo unos años después que es el maravilloso enfermero que te cuida en el hospital o el simpático y feliz empleado de la gasolinera donde llenas el depósito de tu coche. Se llega.

Libro luminoso, vitamínico, muy adecuado para docentes que necesiten recargar sus pilas emocionales y profesionales.

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