Por
interés literario, y también profesional, he leído bastantes libros donde se
abordaba el mundo de la educación desde diferentes perspectivas: desde visiones
noveladas (Josefina Aldecoa, Salvador García Jiménez o Ernst Jünger) o poéticas
(Antonio Machado, Gerardo Diego) hasta ensayísticas (Ken Robinson o Andreu
Navarra). He sopesado las ideas vertidas en esas obras y creo haber aprendido
bastante con esa rica pluralidad de enfoques, que se unían a mi propio bagaje
como profesor, tarea fervorosa que llevo más de treinta años intentando cumplir
de la mejor forma posible… En esta ocasión, he querido sumergirme en las
páginas de un autor al que conocí a través de Como una novela y al que
deseaba volver a frecuentar. He optado por Mal de escuela; y creo haber
acertado en mi elección.
Porque
Daniel Pennac (nacido Pennacchioni) se propone un abordaje del mundo escolar desde
la mirada del zoquete. Es decir, no del alumno brillante y que alcanza
notas espectaculares en todas las materias; no del alumno que se esfuerza y
consigue sus objetivos, con tenacidad digna de aplauso; no del alumno que
abomina del sistema y escupe su desprecio sobre él. No. Pennac declara que
todos esos alumnos existen, y que cada uno merece respeto y cariño por una
cosa. Pero él desea que miremos desde los ojos del alumno que no entiende, que
no alcanza, que se queda fuera, que se convence de su nulidad, que se bloquea
ante cualquier tipo de enseñanza, por considerar que no logrará la asimilación
de ningún contenido. Y lo hace porque, según propia confesión, él fue un
zoquete: un chico de aprendizaje dificultoso, lentísimo, exasperante, al que
sacaron del agujero dos o tres profesores con tan buena voluntad como
paciencia. Dejemos que nos lo diga él mismo: “De modo que yo era un mal alumno.
Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis
boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último
de la clase, era el penúltimo (¡Hurra!). Negado para la aritmética primero,
para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la
memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos,
incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no
sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que
no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por
actividad extraescolar alguna” (p.17).
Una
y otra vez, Pennac (que terminó siendo profesor, pese a los augurios de sus
maestros, que prácticamente lo condenaban al fracaso; y que terminó también
convirtiéndose en un reconocido escritor, pese a las previsiones catastrofistas
de su maestro de gramática) insiste en la necesidad de ser flexibles, de
comprender cada caso de forma individual, de ser respetuoso con los ritmos de
cada alumno. Y, sobre todo, asegura que “es necesario dejar de blandir el
pasado como una vergüenza y el porvenir como un castigo” (p.61), porque lo
único que se consigue con esos métodos es amedrentar y paralizar más aún al
chico que nos está mirando desde su lado del pupitre. Y porque “en resumen, se
llega” (p.89): quizá tu alumno de matemáticas sea un desastre, pero es probable
que termines descubriendo unos años después que es el maravilloso enfermero que
te cuida en el hospital o el simpático y feliz empleado de la gasolinera donde
llenas el depósito de tu coche. Se llega.
Libro luminoso, vitamínico, muy adecuado para docentes que necesiten recargar sus pilas emocionales y profesionales.
1 comentario:
Este libro parece para mí. Gracias por la reseña.
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