Quizá sea hora,
treinta años después, de releer e incluir en este Librario íntimo las Sonatas
del sorprendente, vertiginoso y elevado Ramón del Valle-Inclán, así que vuelvo
a ellas por orden cronológico y disfruto de la Sonata de otoño,
publicada originalmente en 1902, que se abre con la carta que recibe Xavier,
marqués de Bradomín, en la que su prima y antigua amante Concha le explica que
se encuentra en trance de muerte en el palacio de Brandeso y que querría
disfrutar de su compañía en los días últimos. Conmocionado por la misiva, el
marqués se desplaza hasta allí y, aunque la muchacha está muy desmejorada,
extrema con ella su galantería (“Antes eras la princesa del sol. Ahora eres la
princesa de la luna”). Desde ese momento, se inicia un período de recuperación
pasional y también de remembranza de los años pasados, en el que ambos intentan
disfrutar de las mieles postreras de un amor que los empapó siempre, pese a que
ella estuviera casada (“con un viejo”) y que él, como impenitente donjuán, no
eludiese el coqueteo con otras damas.
Concha despliega
ante Xavier su sinceridad más descarnada (“Sólo una cosa le he pedido a la
Virgen de la Concepción, y creo que va a concedérmela… Tenerte a mi lado en la
hora de la muerte”); y Xavier, elegante e irónico, no puede evitar comparar los
tiempos actuales con los pasados (“Confieso que mientras llevé sobre los
hombros la melena merovingia como Espronceda y como Zorrilla, nunca supe
despedirme de otra manera. ¡Hoy los años me han impuesto la tonsura como a un
diácono, y sólo me permiten murmurar un melancólico adiós!”). Cuando la muerte
por fin acontece, el seductor marqués muestra el temple de su espíritu,
pensando más en sí que en la difunta, en un ejercicio de egoísmo que asombra al
lector: “¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos
encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. ¡Lloré
como un Dios antiguo al extinguirse su culto”.
Sigue gustándome la prosa de Valle, aunque también es verdad que la sobreabundancia de adjetivos la vuelve por momentos sofocante. Séale perdonado ese exceso al excesivo don Ramón.
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