Dos
personajes (un hombre y una mujer) le bastan a Enrique Jardiel Poncela para
mantenernos pegados a las páginas de la obra teatral que titula El amor del
gato y del perro. Ambos se encuentran en una pequeña salita y dialogan de
una forma muy seria e intensa, porque ella (Aurelia) es una muchacha
obsesionada con la idea de ser feliz y él (Ramiro) es un novelista de éxito, al
que la joven recurre para interrogarlo sobre la forma de conseguirla,
suponiéndolo un perfecto conocedor del corazón humano. Apenas más. Jardiel era
tan brillante (fue nuestro Oscar Wilde) que no necesita más soporte argumental
para ir hilvanando opiniones de gran lirismo, toques de humor y sutiles
análisis del alma.
“La
felicidad” (le dice a Aurelia) “es una postura del espíritu”. Le dice también
que el amor se inicia ineludiblemente como atracción física y que la causa de
la mediocridad de los bípedos implumes hay que buscarla en su origen (“Eva fue
blanca, y Adán fue negro, y la unión de ambos ha producido una Humanidad gris”).
Pero posiblemente el momento más conmovedor de la pieza acontece casi al final,
cuando Ramiro detalla su teoría sobre los animales domésticos: si adoras a los
gatos es porque perteneces al grupo de personas que necesita amar; mientras que
si prefieres aproximarte a los perros es señal inequívoca de que necesitas ser
amado. Aurelia, asombrada por este peculiar análisis, le plantea una duda: ¿y
si no sientes predilección por ninguno de esos dos animales? ¿Qué ocurre si
ambos te resultan indiferentes? Ramiro abre unos ojos como platos y emite su
dictamen: “Gentes siniestras” (expele) “Huya usted siempre de esas gentes: son
las basuras de la Humanidad”.
Un diálogo encantador, equilibradamente serio y cómico, de gran fuerza teatral, que nos devuelve al gran Enrique Jardiel, del que nunca conviene distanciarse demasiado.
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