El
prior del convento de Santa Maria dell Grazie es un hombre que, a pesar de su
bonhomía y lata paciencia, se encuentra irritado. Sabe que Leonardo da Vinci es
un pintor que goza de gran crédito, respetable y posiblemente genial, pero el
modo (a su entender inicuo) en que está posponiendo la conclusión de La Última
Cena lo saca de sus casillas. ¿Se trata de un caso flagrante de apatía, de
desprecio? El polímata florentino rechaza esas acusaciones y explica que, por
el contrario, la causa de su lentitud hay que buscarla en una obsesión que lo
corroe y lo paraliza: necesita encontrar una persona que, en su rostro y en su
alma, atesore la vileza infinita de Judas, a quien Jesús “no perdonó” (p.23).
Podría conformarse, como es natural, con cualquier cara, o incluso pintarla sin
recurrir a un modelo real, pero eso lo convertiría a su entender en un mero
retratista: Leonardo anhela pintar el alma de Judas, que emerja e impregne la
imagen toda de la figura pintada.
Casualmente,
se cruza en su camino la historia de Joachim Behaim, un mercader de Bohemia que
ha acudido a Milán guiado por dos propósitos fundamentales: el primero, vender
dos soberbios caballos a un acaudalado noble de la localidad; el segundo,
recuperar los diecisiete ducados que su padre debería haber recibido mucho
tiempo atrás de un miserable usurero que se apellida Boccetta. Después de
varios encuentros, en los que resulta inútil el empleo del sentido común y la
apelación a la justicia, Behaim ha comprendido que no recuperará su dinero de
forma amigable: Boccetta no se aviene a súplicas, documentos firmados o
razones. Es hora, pues, de decantarse por métodos más expeditivos.
Convincente en la construcción de la trama, sólido en el dibujo de los caracteres y, sobre todo, espléndido en los diálogos, el austriaco Leo Perutz terminó esta novela apenas unas semanas antes de morir, a causa de un edema pulmonar. Sin duda, un gran texto, que se lee con profunda admiración.
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