A
mí también, como al autor de este libro, me gusta la lectura de diarios,
dietarios, memorias, epistolarios y otros modelos de escritura íntima,
incluso cuando se vierte en formato periodístico. Así que resultará fácil
deducir el alto grado de disfrute que he obtenido con este Polvo en los
zapatos que, inspirado por Ángel Montiel, titulado por Teresa Piqueras y
redactado por mi admiradísimo Manuel Moyano, acabo de devorarme.
Es
un volumen poliédrico, en el cual los genes británicos, godos, musulmanes, eslavos
y judíos del autor (véase la página 343) se activan para hablarnos de libros,
lugares, no-lugares, tabernas y ventorrillos visitados, libros adquiridos (y
sellados) en todo tipo de países, devociones musicales, encuentros,
perplejidades, películas, actuaciones en el Festival del Cante de Las Minas,
paseos en bicicleta y, en fin, las mil incidencias y recodos que toda vida
tiene y que las personas que saben mirar advierten con inteligencia. Porque el
espíritu de este volumen trata precisamente de eso: de conformar unas “notas de
andar y observar” (rótulo que mejora semánticamente el de Ortega y Gasset) en
las cuales queden encapsuladas y palpitantes las emociones del vivir y del
morir, del hablar y del escuchar, del admirar y del detestar. Las emociones del
corazón.
Adentrándome
en estas páginas he podido, además, ver a las personas a quienes conozco (Pepe
Colomer, Miguel Ángel Hernández Navarro, Fulgencio Susano García, Paco López
Mengual, Juanjo Ayllón) desde los ojos de Manuel, lo que me permite acceder a
una visión otra: aquella que me muestra a mi amigo Manolo mostrando a mi
amigo X. (E incluso verme a mí mismo, valga la inmodestia, presentando un libro
y siendo observado por Manolo; o comunicándole la muerte de un entrañable poeta
que nos dejó hace cuatro años). Una curiosa sensación, que no dudaría en
calificar de cinematográfica y que me ha resultado sumamente interesante.
Afirmaba
Jean-Paul Sartre que el problema de llevar un diario es que tenía uno que
mantenerse todo el día alerta, y que “forzaba” la mirada para que todo se
transformase en “anotable”. Es posible que ambas cosas sean ciertas, pero no es
menor verdad que esa tensión íntima del autor se convierte en placer literario
en quienes nos encontramos al otro lado de la página. La “vida vivida” (usemos
esa fórmula imperfecta) se transmuta gracias al delicado formol de la palabra
en “vida aprehendida” (y ojalá que en “vida aprendida”).
Quienes decidan acercarse a estos textos han de saber que Manuel los va a llevar por medio mundo (España, Polonia, Italia, Francia, La India); les va a hablar de su familia, de sus abatimientos y alegrías; y los va a informar sobre su indeclinable pasión por Bob Dylan, su fervor lovecraftiano o su admiración infantil por Félix Rodríguez de la Fuente. Un extenso muestrario de desnudos parciales que, quizá, unidos nos sirvan para conocer de manera más profunda a uno de los narradores más sólidos y elegantes de la actual literatura española. Y si alguien sospecha que esa etiqueta se la adhiero por el hecho de ser mi amigo, no hay problema: que haga la prueba leyendo cinco o seis páginas de esta obra o de cualquier otra de las suyas. A ver quién es el guapo (o la guapa, o el guape) que me contradice.
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