Resulta
imposible estipular de qué modo se cancela más eficazmente un período de dolor,
de qué estrategias hay que valerse para superar la angustia, la soledad, el
arrepentimiento. Es evidente que cada ser humano lo consigue de una manera
distinta y a distinta velocidad. A veces, resulta suficiente con que transcurra
un cierto lapso de días; a veces, el desgarro es más profundo y se requiere,
ay, un tiempo mayor. No hay calendarios que sirvan para regular el vacío.
Dolores Ayala, una de las grandes protagonistas de Anoxia, la última
entrega novelística de Miguel Ángel Hernández (Anagrama, 2023), siente esa
fractura íntima desde que su esposo Luis, una década antes, perdió la vida en
un accidente de moto. Por circunstancias que el lector descubre gradualmente
durante la lectura, ella no pudo cerrar el luto de un modo adecuado; y en su
interior continúan habitando el desierto, la tristeza, la nada. Mente y cuerpo
prosiguen con la tarea mecánica de existir, pero sin que ilusión alguna
alborote su ánimo. Está desolada. Está hueca. Sobrevive. Y, de forma inopinada,
una llamada de teléfono la pone en contacto con Clemente Artés, un anciano que ha
vuelto de Francia para vivir en Murcia sus últimos años y que, con su peculiar
forma de entender la fotografía (sobre todo, la fotografía mortuoria) y sus
implicaciones emocionales, pronto se convertirá en un personaje clave para la
recuperación de su espíritu y de su corazón.
Habilísimo
a la hora de trazar la constelación de personajes que giran alrededor de
Dolores (nombre altamente simbólico), Miguel Ángel Hernández construye un
universo narrativo donde el hijo de la fotógrafa (Iván), su cuñada Teresa, el
servicial Vasil, el intrigante Alfonso (director del Archivo Fotográfico
regional) o la presencia poderosa y fantasmal del marido fallecido establecen
una red muy poderosa de conexiones, que nos permitirán entender los vínculos
entre las fotos mortuorias, los desastres medioambientales que han destrozado
el Mar Menor y los huracanes íntimos que no permiten a la protagonista,
zarandeada por la culpa, la oxigenación de su alma. Mientras no logre
desprenderse de esa ciénaga íntima, seguirá siendo un ser vacío, errante y
desconectado de la luz. El problema será descubrir cómo hacerlo.
Todos
tenemos algún remordimiento o algún duelo (no necesariamente funeral) que nos
sigue torturando, pese a que los años continúen su avance. Todos nos
encontramos aquejados por algún trauma cuya extirpación se nos antoja punto
menos que imposible. Anoxia se convierte, en ese sentido, en un canto de
esperanza: la llave que nos permita cerrar la puerta puede llegarnos por los
más inesperados conductos, siempre que seamos receptivos a su aparición.
Dejaré
que cada persona que se acerque hasta la novela descubra por sí misma el
delicado y sobrecogedor tema de los inquietos, sobre el que no quiero
dejar aquí ninguna pista. Y dejaré, también, que cada persona reflexione sobre
los matices riquísimos con los que MAHN construye la figura de Dolores, geoda
que esconde un inmenso dolor invisible. En pocas novelas encontrará un análisis
tan abisal sobre el sentir y el desgarro derivados de la ausencia.
Nos encontramos ante una novela madura, aplomada, mesetaria, llena de páginas inteligentes y de agudas sugerencias, donde las frases cortas actúan como alfileres sobre el lector, aguijoneándolo y desazonándolo. No se la pierdan.
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