Es
probable que este libro lleve cuarenta años en las estanterías de mis sucesivas
casas, sin ningún tipo de exageración. Y jamás, hasta ahora, me había animado a
abrirlo y comenzar su lectura. ¿Por qué? Es difícil responder a ese tipo de
preguntas. El nombre de su autor (Manuel Bretón de los Herreros, un bastante
olvidado dramaturgo de Logroño) y el título mismo de la obra (para qué nos
vamos a engañar) me decían poco. Pero la semana pasada, pasando el plumero por
las estanterías y descubriendo el lomo del volumen, lo extraje, leí la primera
página y, satisfecho con la sonoridad del verso, decidí llevármelo a mi
despacho. Ahora, terminada la experiencia, concluyo que el libro es bastante
potable. No se trata, claro, de un prodigio; pero sí de una obra que se lee con
agrado.
Resumido
en pocas líneas, el drama nos presenta a Elisa, una muchacha de rancio
abolengo, quien es cortejada por el militar don Miguel. Pero, tras comprobar
que el pretendiente no se anima a pedir su mano, acepta que su madre (una
marquesa en bancarrota, con más aires que monedas) apalabre su boda con don
Frutos, un aragonés de Belchite, rico y honorable, pero con modales de patán.
Cuando el futuro esposo se presenta en la casa de su prometida, todos se hacen
cruces con la vestimenta (ajena a toda modernidad), con sus modales
gastronómicos (frente a los caldos franceses, prefiere el Cariñena), con sus
zapatos (se obstina en llevar su número, en lugar de unos que le aprieten, como
dicta el buen gusto lechuguino de la capital) y hasta con su acento (áspero y
poco melodioso). No creo que sea necesario adentrarse en más pormenores, porque
ya habrá quedado clara la intención del dramaturgo: mostrarnos la fricción que
estos temperamentos tan incompatibles provocan, con sus gotitas de estupidez,
sus gotitas de hipocresía y sus gotitas de humor.
En
este último ámbito, el humor, alcanza Bretón de los Herreros unos instantes de
feliz brillantez, sobre todo porque los dosifica con buen tinto, sin
abusar de ellos. Y también porque los aplica a situaciones que, pudiendo
alcanzar un grado desagradable de crudeza, quedan así suavizadas. Sirva de
ejemplo la escena X del acto IV cuando, tras plantear don Miguel a don Frutos
la necesidad de batirse en duelo, este último elige arma: un garrote. Si
recordamos que el propio Manuel Bretón de los Herreros perdió un ojo en un
duelo (1818) advertiremos lo notable (y también lo difícil) de la humorada.
En suma, una pieza de enredo, melindres y fingimientos que, con su final feliz (no podía ser de otra manera), aún se lee con una sonrisa.
1 comentario:
¿No se hizo una zarzuela sobre este libro? No, creo que no. Curiosamente el jueves pasado comí con mis compañeras de tertulia en un restaurante situado en la calle que Madrid dedica al dramaturgo. Comimos muy bien, por cierto. Y yo sin haber leído nada suyo. Y eso que me he ganado la vida hablando de libros. pero, bueno, es imposible leer todo.
Gracias por tu reseña, Rubén
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