En
la literatura amorosa, todas las historias auténticas son viejas. Es decir,
reinterpretan algo que existía con anterioridad y que las palabras vuelven
nuevo, porque quizá esté todo dicho y sólo importe la forma en que volvamos a
decirlo. J. M. Coetzee, que es narrador inteligente y curtido, lo sabe bien; y
por eso en las líneas medulares de El polaco (la novela que acabo de
leer, traducida por Mariana Dimópulos para el sello editorial El hilo de
Ariadna) podemos detectar con poco esfuerzo las conexiones de esta historia con
otras. El premio Nobel sudafricano no se molesta en disimular esos vínculos,
porque no reside ahí (en el “argumento”) la fragancia de la historia, sino en
los matices elegantes, hondos, casi metafísicos, con los que la fabulación
queda aromada.
Tenemos
por un lado a Witold Walczykiewicz, un pianista polaco nacido en 1943 que se ha
especializado durante años en la interpretación de Chopin; tenemos por el otro
a Beatriz, nacida en 1967 y casada con un banquero, la cual pertenece a un
Círculo musical de Barcelona que acaba de invitar al célebre músico para que
ofrezca un recital allí. De forma extemporánea, el anciano pianista queda
prendado de su atractiva anfitriona y no duda en comunicárselo; pero ella, que
no experimenta la misma atracción por Witold, se muestra renuente… Eso no le
impide seguir manteniendo una extraña comunicación epistolar con él, que lleva
a ambos a reunirse en Mallorca (sí, el mismo lugar donde Chopin y George Sand
vivieron su amor). Es el inicio de una relación extraña, pendular y asimétrica,
que impregna la vida de ambos y que los conduce a un vínculo que atraviesa las
crudas fronteras de la muerte.
Sutil a la hora de analizar el alma y el corazón de Beatriz, sobrio y misericordioso a la hora de hacer lo propio con el viejo pecho de Witold, Coetzee consigue una obra muy bella, que se lee con infinita ternura y que deja un poso de melancolía en el lector.
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