El
final. Lo estaba deseando y, a la vez, lo estaba retrasando. Después de leerme
las dos primeras entregas de la vida de Ángel Salazar, el magnético personaje creado
por José Antonio Jiménez-Barbero, estaba aguardando este instante. Y la novela que
redondea la trilogía ha sido como debía ser: el cierre perfecto para una
historia endiablada. Tenía, después de las Confesiones de un psicópata
adolescente y de El rostro de la locura,
un retrato completísimo del protagonista, de su altanería, de su inteligencia,
de su desprecio por los demás, de su ausencia de sentimientos, de su nauseabunda
actitud ante la madre, de su frialdad, de los negocios sucios que ha ido
urdiendo durante años y que le han permitido amasar una buena cantidad de
dinero, de su continuo deseo de venganza (la famosa libreta negra donde va
apuntando los nombres de aquellas personas a quienes no parará hasta ver
muertas)…
Ahora,
el escritor barcelonés nos presenta a un Ángel Salazar que, después de ingresar
en la Facultad de Derecho (intuye que siendo abogado alcanzará un puesto
honorable en el engranaje hipócrita de la sociedad), comienza a verse
involucrado en una serie de muertes… de las que él no es el autor. Tras años
como marionetista, ahora le toca oficiar como marioneta. Alguien asesina, una y
otra vez; y lo hace para llamar la atención (y para aterrorizar) a Ángel,
objetivo último de sus salvajes crímenes. ¿Quién es el misterioso personaje
que, desde la sombra, ejecuta a sus víctimas sin piedad, para que el
protagonista sienta su aliento en la nuca? Fría, calculadora y analítica, la
mente de Salazar funciona a toda velocidad con el único objetivo de identificar
y neutralizar al siniestro asesino, antes de que sea demasiado tarde. Al mismo
tiempo (ya sabemos que Ángel ni olvida ni perdona), irán siendo ejecutadas las
personas que figuran en su lista de ofensores.
¿Se
imaginan ustedes el final? No se esfuercen: no van a lograrlo. José Antonio
Jiménez-Barbero es también un hábil marionetista, y nosotros (los lectores) nos
encontramos en sus manos, dicho sea con toda la admiración y con todo el agrado
del mundo.
Irrenunciable.
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