“Si
salgo con vida, puede que intente algún día escribir el Decamerón del
abrigo: diez antiguos guerreros que, como nosotros ahora, están sentados en
torno a un fuego y cuentan sus aventuras” (p.86). Así se lo dice el
protagonista de esta breve historia a sus compañeros de armas (el abogado
Döhring y el pintor Hugershoff), que comparten con él la afición por la lectura
y que escuchan embelesados los escritos que el teniente ha redactado en las
horas de descanso de los combates.
El
teniente Sturm, según se nos indica en las primeras páginas, estudió Zoología
en Heidelberg; pero de pronto decidió que los vientos de la guerra lo llamaban
con una fuerza irresistible y se alistó en el ejército alemán, donde ahora se
encuentra combatiendo, mientras escribe casi a diario sobre el mundo bélico y
psicológico que lo rodea. Un joven estudiante de Zoología nacido en Heidelberg
en 1895 decidió alistarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial: se
llamaba Ernst Jünger; y es el autor de El teniente Sturm, que publica el
sello Tusquets con la traducción de Carmen Gauger. Eso explica que la
contraportada aluda sin ambages al protagonista de la historia como álter ego
del narrador. No olvidemos, en esta línea, que la palabra alemana Sturm
significa, en español, Tormenta. Sturm sería, así, la persona que pudo
ser (y en parte fue) el Jünger que vivió en las trincheras, sufrió la tormenta
de las balas y consiguió resistir, pese a las heridas que desgarraron su
cuerpo. Cómo no sentir atracción por un libro que sabemos confesional.
El
viejo Ernst Jünger (es decir, el joven teniente Sturm) nos cuenta, con una
prosa reflexiva y culta, la repugnancia que siente por la “tecnificación” de
las guerras, que permiten rápidos exterminios anónimos; la desconfianza que
experimenta ante las arengas altisonantes de los mandos, que emplean palabras
como patria o sacrificio, absolutamente ineficaces como consigna
(en la página 42 anota que los soldados de infantería se sienten galvanizados
por arengas más humanas, como la que pronuncia uno de los sargentos:
“¡Muchachos, ahora adelante y a comernos las raciones de los ingleses!”); o el
sinsentido de tener que matar a quienes ni siquiera llegas a ver, ante el
aplauso paradójico, cruel y mostrenco de los tuyos.
Una obra que no constituye unas memorias y que tampoco podría ser etiquetada de novela, pero que tiene una extraña fuerza amarga a la que resulta muy difícil resistirse.
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