Son muy pocas las culpas y muy pocos los pecados que consiguen
permanecer escondidos para siempre. A veces ocurre, claro, pero no es una norma
universal. La conmoción sobreviene cuando esas culpas y esos pecados parecen
haber sido engullidos por la niebla del tiempo y, de pronto, ésta se diluye después
de muchos años y los muestra a la luz. El escritor navarro Carlos Ollo Razquin
explora en su reciente novela Mortaja de
barro (Erein, 2020) esa posibilidad inquietante; y para lograrlo nos sitúa
junto al embalse de Eugi, donde una serie de cambios en el caudal y las
condiciones térmicas ha permitido que salga a flote un cadáver que ha
permanecido envuelto en un sudario de barro por espacio de décadas y que ahora,
momificado, retorna a la superficie. Rápidamente, el aparato policial se pone
en marcha y se consigue identificar el cuerpo: corresponde al de Magdalena
Seminario, una adolescente que dejó de ser vista en 1971. Todos los habitantes
de la localidad estaban convencidos de que la muchacha se había fugado de casa
(la intransigencia religiosa de su padre, unida a su carácter violento,
alimentaban esa sospecha), pero el estupor cunde al descubrirse que fue violada
y asesinada.
A partir de ese momento, Carlos Ollo moviliza todos los
resortes de las mejores novelas negras para atraparnos en esta investigación:
varios presuntos culpables, que comienzan a ponerse nerviosos con la llegada de
la policía; los hermanos de la víctima, que quedan noqueados por la abrupta
revelación de su muerte; los vecinos del pueblo, que asisten perplejos a los
interrogatorios y a la llegada de la prensa más carroñera; e incluso al antiguo
comisario Galarza, que se ocupó del caso de la desaparición y que ahora ya está
jubilado.
El resultado final es una novela que nos conduce atinadamente por los misterios del corazón humano y por sus peores pasiones: la crueldad, el odio, la venganza, la soberbia, el rencor, el crimen.
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