Abro el volumen El libro
de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges, y apenas necesito avanzar
cuatro o cinco páginas para descubrir dos cosas: la primera, que este libro es
una edición ampliada del tomo Manual de
zoología fantástica, que leí y admiré mientras estaba en la universidad
estudiando Filología; la segunda, que el argentino es capaz de enamorarme,
escriba lo que escriba. ¿A santo de qué iba a leerme yo un libro sobre
criaturas imaginarias si no estuviera firmado por él? Es muy poco probable.
Pero llega este viejo zorro maravilloso y me deja pegado a las hojas, que voy
pasando una tras otra, mientras saboreo el café y me dejo seducir por sus
magias eruditas o inventadas (ni me molesto en corroborar la “verdad” de sus
afirmaciones).
Algo sabemos todos del ave Fénix, algo sabemos todos del can
Cerbero, algo sabemos todos de la Quimera, el Basilisco o el Centauro. Ahora
bien, yo reconozco mi ignorancia sobre el Kuyata, la Banshee, el Simurg o el
Squonk, hasta que las líneas de Borges (y de Margarita Guerrero: no olvidemos
que se trata de un tomo realizado en colaboración) los diseccionaron para mí.
Por supuesto, no se trata de un libro capital en la bibliografía borgiana, pero
sí un divertimento agradable, culto e imaginativo, con el que se pasan unas
horas muy amenas.
Y siempre, siempre, las observaciones inteligentes o malévolas
del maestro argentino. Aportaré un único ejemplo del capítulo “Los ángeles de
Swedenborg”, que comienza con estas palabras, serias en la primera frase e
irónicas en la segunda: “Durante los últimos veinticinco años de su estudiosa
vida, el eminente hombre de ciencia y filósofo Emanuel Swedenborg (1688-1772)
fijó su residencia en Londres. Como los ingleses son taciturnos, dio en el
hábito cotidiano de conversar con demonios y ángeles”.
Un placer.
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