jueves, 2 de septiembre de 2021

El libro de los seres imaginarios

 


Abro el volumen El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges, y apenas necesito avanzar cuatro o cinco páginas para descubrir dos cosas: la primera, que este libro es una edición ampliada del tomo Manual de zoología fantástica, que leí y admiré mientras estaba en la universidad estudiando Filología; la segunda, que el argentino es capaz de enamorarme, escriba lo que escriba. ¿A santo de qué iba a leerme yo un libro sobre criaturas imaginarias si no estuviera firmado por él? Es muy poco probable. Pero llega este viejo zorro maravilloso y me deja pegado a las hojas, que voy pasando una tras otra, mientras saboreo el café y me dejo seducir por sus magias eruditas o inventadas (ni me molesto en corroborar la “verdad” de sus afirmaciones).

Algo sabemos todos del ave Fénix, algo sabemos todos del can Cerbero, algo sabemos todos de la Quimera, el Basilisco o el Centauro. Ahora bien, yo reconozco mi ignorancia sobre el Kuyata, la Banshee, el Simurg o el Squonk, hasta que las líneas de Borges (y de Margarita Guerrero: no olvidemos que se trata de un tomo realizado en colaboración) los diseccionaron para mí. Por supuesto, no se trata de un libro capital en la bibliografía borgiana, pero sí un divertimento agradable, culto e imaginativo, con el que se pasan unas horas muy amenas.

Y siempre, siempre, las observaciones inteligentes o malévolas del maestro argentino. Aportaré un único ejemplo del capítulo “Los ángeles de Swedenborg”, que comienza con estas palabras, serias en la primera frase e irónicas en la segunda: “Durante los últimos veinticinco años de su estudiosa vida, el eminente hombre de ciencia y filósofo Emanuel Swedenborg (1688-1772) fijó su residencia en Londres. Como los ingleses son taciturnos, dio en el hábito cotidiano de conversar con demonios y ángeles”.

Un placer.

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