Afirmaba Julio Cortázar, cuando le preguntaban por la génesis
de su obra Rayuela, que primero pensó
en la escena del tablón tendido entre dos ventanas; que intuyó a Oliveira y a
Traveler en los extremos, mientras Talita se encontraba en medio; y que tomando
como núcleo esa secuencia fue creando el resto de la obra. Quizá se trataba de
una de esas boutades que se dicen para el crítico o el público más
impresionables; o quizá fuera cierto. En todo caso, siempre hay una célula que
puede ser señalada (real o simbólicamente) como el germen de un organismo más
complejo. En el caso de la última novela de Manuel Vilas, esta célula podría
ser la que aparece, rutilante y mágica, en la página 170: “Un acto de eternidad
consentida por la muerte. Eso son los besos”. Porque la obra intenta
explicarnos (y mostrarnos) que todos debemos encontrar el arma con la que
combatir contra la Oscuridad, y que el amor (simbolizado, aunque no resumido,
en los besos) es quizá la más efectiva.
Los besos es una novela
que, como El Quijote (a la que invoca
constantemente), es también un tratado de filosofía. Pero de filosofía vital,
auténtica, cotidiana: la filosofía de preguntarse por el más allá de las cosas,
de las emociones y de los relojes; de mirar con ojos lúcidos y de anticipar en
silencio lo que el futuro nos deparará. No sería descabellado designarla como
la Novela del Carpe Diem, porque eso
es lo que sus personajes propugnan y ejecutan: disfrutar de los sabores del
presente y construir con ellos la empalizada que nos protegerá del ataque de
los bárbaros; saber que la vida es un don que debemos saborear recién
exprimido, y que hoy (Antonio Machado lo dijo) es siempre todavía. Vivir y
besar y tocar como proyectos básicos, como estandartes contra la muerte, como incontestables
manifestaciones del gozo, como salvoconductos. “Me siento cursi, sentimental,
empalagoso, pretencioso, y me da igual. Prefiero ser un cursi a tener el
corazón helado y el erotismo enterrado en una tumba profunda”, nos dice Salvador
en la página 391. Y lo sabe bien, porque este profesor (jubilado prematuramente
a los 58 años) acaba de encontrar, justo en medio de la pandemia del covid, al
amor de su vida, una mujer que se llama Monserrat para el resto del mundo y que
para él se convierte muy pronto en Altisidora, dama cervantina.
Como hizo Pedro Salinas en La
voz a ti debida, Manuel Vilas nos propone en estas páginas un viaje emotivo
por los preámbulos de un amor, por su desarrollo intenso y por su declinación
melancólica, sin que seamos capaces de señalar en cuál de esos tramos se
alcanza un mayor nivel de belleza. Porque Los
besos es sin duda una obra bella. Triste y bella. Inteligente y bella.
Distinta y bella. Contiene las más hermosas declaraciones de amor, las
afirmaciones más incómodas sobre el covid (“Regresa la obediencia, se hace
visible el acatamiento, y se hace aún más visible la docilidad”, p.30), las
analogías más inesperadas (“El agua bendita era el hidrogel medieval”, p.59),
los más contundentes de los análisis sociológicos ("En la España actual,
las clases medias tienen que elegir quién quieren que las empobrezca, si la
izquierda o la derecha. Te dan la posibilidad de elegir a tu asesino. Tu
responsabilidad ahora es elegir, y te dicen que seas muy responsable, que tu
responsabilidad es maravillosa", p.268) y hasta humoradas que nos dejan
pensativos (“¿Están enamorados los presidentes de Gobierno, de la República,
los reyes, los ministros, los dueños de las corporaciones, de los bancos, los
dueños del mundo? Si no están enamorados, ¿qué clase de danza están bailando?”
(pp.355-356).
Una obra valiente, versátil, proteica, que admite más de una
lectura (y más de una relectura), que resulta imposible de agotar en una reseña
y que merece un aplauso puestos en pie.
1 comentario:
Todo lo que dices es.
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