En el suelo, junto al contenedor de papel que hay cerca de mi
casa, encontré hace un par de días el libro Carta
a José María Aznar, de Fernando Arrabal (Espasa-Calpe, 1994). Y tuve la
curiosidad de llevármelo y leerlo; más que nada, porque nunca he ocultado mi
admiración por varias de las piezas dramáticas del autor de Melilla. Aquí, por
desgracia, lo veo convertido en monaguillo vergonzoso de un futurible, al que
no duda en pedirle una actuación basada en la mano firme (“Los ciudadanos ya no
quieren ilusionarse con utopías. Las éticas generadoras de estas quimeras
basadas en la convicción suelen degenerar en atropellos y corrupciones”) y en
el pragmatismo (“Los poetas podemos y debemos soñar. Un hombre de Estado que
sueñe a la hora de gobernar debería ser condenado a perder sus derechos
políticos ad vitam aeternam”).
Arrabal dedica después una amplia colección de páginas a
mostrar su desacuerdo con las políticas que se basan en la decisión mayoritaria
de los ciudadanos (“La voz del pueblo no es la voz de Dios”), porque le parece
que pueden convertirse en peligrosas (“La mayoría no puede imponer a la minoría
la violación de la moral”). Supongo que ese conjunto de ideas haría que la obra
fuese Cara a José María Aznar (por
jugar con el título y quitarle hierro al asunto).
Podría copiar aquí otras citas del libro, pero me parecen demasiado lastimosas (y quizá demasiado injustas). Tengo muchos libros de Arrabal, y probablemente lo seguiré leyendo en el futuro, pero de esta obra me voy a olvidar rapidísimo. A mí no me ha parecido un trabajo valioso, ni literaria ni políticamente. No entiendo cómo pudo firmarlo. Tampoco sé cómo se sintió Arrabal cuando, años después, su ídolo protagonizó actuaciones como la de la Guerra del Golfo. Tampoco sé si me interesa.
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