Vuelvo a acercarme (la primera lectura la efectué en abril de
1995) hasta la obra Quemados sin arder,
del ciezano Fernando Martín Iniesta (Fundamentos, 1989). Y me ha gustado, como
me gustó entonces. Me ha fascinado el modo tan puro en que el escritor retrata
su época inconformista, luchadora y utópica, sus años de ilusión y de limpieza
moral. Pero pronto todo queda salpicado de represión sexual, de hondas
buhardillas llenas de libros y discos, de curas obreros que juegan la baza del
“únete a ellos”. Son tiempos de luchar y también de bailar en la calle. Tiempos
hermosos y quizá (seguro) dilapidados. Se puede estar de acuerdo con sus ideas;
se puede ser impermeable o incluso refractario ante ellas; pero hay que admitir
la honradez originaria cuando se la
tiene delante. Personas que se ilusionaron en creer y que, al fin, recibieron
la bofetada inmisericorde de la historia o de la realidad, trituradora de
cualquier fe.
En 1995 subrayé en rojo muchas frases del libro, pero el tono
se ha apagado y ya no merece la pena recordarlas.
Qué tristeza produce la extinción de ciertos proyectos.
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