Existe una magia inexplicable que te une de manera invisible
con los escritores. Y es una magia que se advierte por regla general desde las primeras
páginas suyas que lees (o que, en casos excepcionales, se conquista con
tenacidad y paciencia). Si esa magia no brilla, es inútil que te empecines en
avanzar por libros y libros del escritor: jamás lograrás entusiasmarte con él.
E incluso llegarás a alejarte de su obra para siempre. No se trata (es
necesario aclararlo) de desprecio o animadversión, sino de algo más sencillo:
que has comprendido de una forma diáfana que no eres compatible con él. Con el
paso de los años y de las décadas, yo he llegado el convencimiento de que soy
incompatible con Milan Kundera, con Ernest Hemingway, con Gloria Fuertes, con
Saúl Yurkievich y con algunos más. Insisto en que no se trata de desdén, sino
de haber llegado a la conclusión de que nada me dicen sus obras y, por tanto,
lo más razonable es que no vuelva a aproximarme a ellas.
Acabo de descubrir que también me sucede con José Saramago.
Hay algo casi de orden químico que nos separa. Cuando leí El evangelio según Jesucristo advertí que, salvo algunas escenas
muy intensas, el resto me parecía bostezante. Cuando me sumergí en Todos los nombres no logré sentir
emoción alguna. Cuando he tratado de bucear por su Cuaderno de Lanzarote (hace apenas una semana) me ha repelido su
continuo exhibicionismo petulante, disfrazado de modestia (quebradiza e
impostada). Y al entrar en Las maletas
del viajero (que, por ser artículos de prensa, juzgué que podrían resultar
diferentes) me he encontrado con el mismo vacío.
De ese viaje apenas rescataría dos breves citas (“La verdad es
sólo medio camino, la otra mitad se llama credibilidad”, “Soy un buen hombre,
con una sola y confesada flaqueza de mala vecindad: la ironía”); el resto sé
que lo olvidaré muy pronto.
No me seduce Saramago. No me embriaga Saramago. En esas condiciones, se me antoja muy improbable que repita la operación de abrir de nuevo alguno de sus libros. Lo he intentado y no ha podido ser. Quizá la culpa sea mía, por qué no: lo admito, sonrío y cierro esta carpeta, quizá para siempre.
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