Tras haber recibido el premio Planeta en el año 1995 con una
novela no muy bien recibida por el público y la crítica (La mirada del otro), se esperaba con cierta curiosidad –y también
con un cierto morbo– la siguiente entrega de Fernando G. Delgado. Por fin,
cuando ésta se produjo, tampoco es que las campanas volteasen de felicidad: el
autor tinerfeño había vuelto a dar más de lo mismo. Quizá los materiales
sobrantes de su anterior producción.
Nos cuenta en sus páginas la historia de Carlos, un niño que, rodeado
por un ambiente familiar plagado de mujeres, indaga ansiosamente para descubrir
si es verdad que su padre murió ahogado hace años, como le cuentan, o si
todavía vive y se esconde por oscuros motivos. Se trata, en todo caso, de una
fabulación mínima, que reitera una y otra vez los mismos postulados, con una
prosa torpe, pesada y un poco infantil, donde los pretendidos abismos
psicológicos no son tales, sino una machacona repetición de frases e ideas
bastante tópicas. Se salvan, eso sí y claramente, las cuarenta páginas del
final, pero es poco bagaje para una novela larga, que sobrepasa las
trescientas, y donde todo aparece embarullado, impregnado de mediocridad e
intrascendencia.
Auténtica apología de la inanidad, esta novela no tiene nada por dentro (la fábula se va, como el mercurio, entre los dedos), ni tampoco nada por fuera (el estilo brilla por su ausencia). Demasiadas impericias para una obra firmada por “el ganador del premio Planeta”. Absolutamente prescindible.
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