Con este
poemario delicado, firme y maduro, el poeta Miguel Sánchez Robles (Caravaca de
la Cruz, 1957) obtuvo el premio Bahía. En él nos habla de la urgente necesidad
que todos tenemos de enfrentarnos cada día con la imagen que el espejo nos
devuelve y comprender, sin aspavientos, que “vivimos atrapados en íntimas
derrotas” (p.11). El poeta, aferrado a una lucidez que desarma y asombra por su
contundencia, está convencido de que no debemos ilusionarnos con nada de cuanto
nos rodea (“La esperanza era ayer”, escribe en la página 26) y que lo más
inteligente y sensato que se puede hacer es beber “los vinagres de las
brújulas” (p.40).
El
horizonte que nos dibuja Miguel es terrible, angustioso, desolador (aunque lo
percibamos también como indiscutible); el futuro está tintado de acíbar; todos
los senderos están camuflados o malheridos por la niebla; las manos amigas son
“de pronto invisibles” (p.29); y, con ese marco de referencia, “francamente te
olvidas de vivir; y a menudo hace frío” (p.48).
Inútil
será también que intentes ponerte a salvo utilizando alguna estratagema, porque
no hay camino que lleve indemne a la meta y porque continuamente “las rodillas
tropiezan con el asco” (p.63). Perdida la ilusión y anulada la esperanza, queda
el espejo, siempre el espejo, esa lámina inmisericorde y gélida en la que debes
mirarte para descubrir con honestidad que todo es confuso, y que tus ojos
sangran de impotencia (“La vida está en ti como una herida / que escasamente
aciertas a poner en un verso”, p.18).
Es
difícil que pueda encontrarse una presentación lírica más rotunda, más clara y
más desencantada que ésta que Miguel Sánchez Robles nos ofreció, hace ya
algunos años, desde Algeciras.
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