miércoles, 9 de enero de 2019

La llaga presentida




La trayectoria de Pedro Antonio Martínez Robles (Calasparra, 1959) es tan dilatada como exitosa. Obtuvo en 1983 el premio Enrique Ríus por su obra Voces de la espera; se le concedió un accésit en el concurso de poesía Albacara a su trabajo La réplica de las sombras (1985); y le otorgaron una mención honorífica en el certamen de poesía de Miranda de Ebro en el año 1996 por Las manos transparentes. Con el libro que hoy comento, La llaga presentida, confirmó la solidez y la plenitud de ese camino lírico, que desde entonces no ha dejado de crecer y de ramificarse incluso hacia la novela.
Sus poemas nos hablan en este volumen de la juventud, de su familia, de soledad y de meditaciones. Y, sobre todo, nos hablan del paso del tiempo, a través de un territorio de palabras, imágenes y metáforas que sorprenden al lector por su riqueza y densidad. Sirva como ejemplo el poema que cierra el volumen, titulado “La herencia”: el escritor golpea, en un momento de rabia, a su perro; y observa consternado y meditabundo cómo sus hijos lo están mirando mientras acomete esa indignidad. Entonces Pedro Antonio recuerda que, en su niñez, él vio a su padre golpear también a un perro, y comprende que sus nietos verán a sus hijos hacer lo mismo. Adviértase qué sencilla metáfora para ilustrar el viejo tema del carácter cíclico del tiempo y del eterno retorno, que concibieron los griegos e inmortalizó Nietzsche. Si Azorín analizaba en su obra Castilla la imagen de un Calisto que, cercano a la vejez, veía a su hija repetir sus errores de juventud, Martínez Robles redefine el leitmotiv utilizando a su perro y a sus hijos como actualizadores.
Formalmente, este poemario juega habilidosamente con las asonancias, con los endecasílabos (algunos de ellos, majestuosos) y con los encabalgamientos (donde alcanza a los mejores orfebres de este recurso).
Dice nuestro escritor en la página 60 que cada poema que se inicia es un intento de “averiguar quién soy”. Y es probable que no se pueda decir de más atinada manera. Pedro Antonio Martínez Robles se busca en su familia, en los paisajes que lo rodean, en la contemplación ensimismada de huertos y casas, en la tensión herida de los calendarios. El poeta mira, reflexiona y aprende. O, al menos, va curtiendo su alma en esa forja de lágrimas que es siempre el paso del tiempo. Pero no sólo de esas tristezas se nutre este poemario, sino también de poemas lúcidos y estremecedores (como el que dedica a su hijo en “Amado corazón que nos despeñas”) o de emocionadas declaraciones de amor (como la que contiene “Herido barro”). Un libro, sin duda, muy hermoso.

No hay comentarios: