La
trayectoria de Pedro Antonio Martínez Robles (Calasparra, 1959) es tan dilatada
como exitosa. Obtuvo en 1983 el premio Enrique Ríus por su obra Voces de la espera; se le concedió un
accésit en el concurso de poesía Albacara a su trabajo La réplica de las sombras (1985); y le otorgaron una mención
honorífica en el certamen de poesía de Miranda de Ebro en el año 1996 por Las manos transparentes. Con el libro
que hoy comento, La llaga presentida,
confirmó la solidez y la plenitud de ese camino lírico, que desde entonces no
ha dejado de crecer y de ramificarse incluso hacia la novela.
Sus
poemas nos hablan en este volumen de la juventud, de su familia, de soledad y
de meditaciones. Y, sobre todo, nos hablan del paso del tiempo, a través de un
territorio de palabras, imágenes y metáforas que sorprenden al lector por su
riqueza y densidad. Sirva como ejemplo el poema que cierra el volumen, titulado
“La herencia”: el escritor golpea, en un momento de rabia, a su perro; y
observa consternado y meditabundo cómo sus hijos lo están mirando mientras
acomete esa indignidad. Entonces Pedro Antonio recuerda que, en su niñez, él
vio a su padre golpear también a un perro, y comprende que sus nietos verán a
sus hijos hacer lo mismo. Adviértase qué sencilla metáfora para ilustrar el
viejo tema del carácter cíclico del tiempo y del eterno retorno, que
concibieron los griegos e inmortalizó Nietzsche. Si Azorín analizaba en su obra
Castilla la imagen de un Calisto que,
cercano a la vejez, veía a su hija repetir sus errores de juventud, Martínez
Robles redefine el leitmotiv utilizando a su perro y a sus hijos como
actualizadores.
Formalmente,
este poemario juega habilidosamente con las asonancias, con los endecasílabos
(algunos de ellos, majestuosos) y con los encabalgamientos (donde alcanza a los
mejores orfebres de este recurso).
Dice
nuestro escritor en la página 60 que cada poema que se inicia es un intento de
“averiguar quién soy”. Y es probable que no se pueda decir de más atinada
manera. Pedro Antonio Martínez Robles se busca en su familia, en los paisajes
que lo rodean, en la contemplación ensimismada de huertos y casas, en la
tensión herida de los calendarios. El poeta mira, reflexiona y aprende. O, al
menos, va curtiendo su alma en esa forja de lágrimas que es siempre el paso del
tiempo. Pero no sólo de esas tristezas se nutre este poemario, sino también de
poemas lúcidos y estremecedores (como el que dedica a su hijo en “Amado corazón
que nos despeñas”) o de emocionadas declaraciones de amor (como la que contiene
“Herido barro”). Un libro, sin duda, muy hermoso.
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