viernes, 4 de enero de 2019

Donde lloran los demonios




Las cosas, después del horror que supone haber visto a su hermana violada y asesinada por el Encerrador, parecen irse encauzando para el inspector César Giralt. Sobre todo, después de haber logrado que una bala escupida por su pistola acabe con la respiración del asesino. Es verdad que su madre está atrapada en las redes del Alzheimer, y que su padre sigue siendo una figura borrosa que se dedica a viajar despreocupadamente por el mundo, y que su sobrina Silvia sigue viviendo en su casa (el padre, un borracho irredento, no es figura en la que pueda confiarse demasiado), pero César Giralt se encuentra en un período de reinvención, de reconstrucción, de sosiego.
No obstante, bastará que el cadáver de una chica aparezca en la playa de Calella de Mar con los signos inequívocos de haber sido violada y torturada con los mismos métodos que usaba el Encerrador para comprender que la angustia no ha terminado, sino que entra en una nueva fase: ¿se trata de alguien que lo está imitando? ¿Se trata de un fiel colaborador, que continúa su obra? ¿O se trata de algo mucho más inquietante y mucho más horroroso: que se equivocaron en la identificación del anterior asesino y que la bestia anda aún suelta?
Pedro Martí, en la propuesta novelística Donde lloran los demonios, nos deja sin aliento en cada página (nos encontramos ante una novela negra canónica) y no permite que ningún cabo (argumental, descriptivo o psicológico) quede suelto: encuadra perfectamente lo que quiere decir, lo expresa con elegancia innegable y construye unos personajes, tanto principales como secundarios, en los que cada perfil tiene un sentido y en los que los matices son tan delicados como brillantes. Añadamos a esa construcción prodigiosa un final espléndido, adrenalínico (y también melancólico), y obtendremos una de las grandes narraciones del pasado 2018, que seguirá cosechando lectores durante 2019.
Consejo de amigo: no pierdan de vista a este escritor.

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