Las
cosas, después del horror que supone haber visto a su hermana violada y
asesinada por el Encerrador, parecen irse encauzando para el inspector César
Giralt. Sobre todo, después de haber logrado que una bala escupida por su
pistola acabe con la respiración del asesino. Es verdad que su madre está
atrapada en las redes del Alzheimer, y que su padre sigue siendo una figura
borrosa que se dedica a viajar despreocupadamente por el mundo, y que su
sobrina Silvia sigue viviendo en su casa (el padre, un borracho irredento, no
es figura en la que pueda confiarse demasiado), pero César Giralt se encuentra
en un período de reinvención, de reconstrucción, de sosiego.
No
obstante, bastará que el cadáver de una chica aparezca en la playa de Calella
de Mar con los signos inequívocos de haber sido violada y torturada con los
mismos métodos que usaba el Encerrador para comprender que la angustia no ha
terminado, sino que entra en una nueva fase: ¿se trata de alguien que lo está
imitando? ¿Se trata de un fiel colaborador, que continúa su obra? ¿O se trata
de algo mucho más inquietante y mucho más horroroso: que se equivocaron en la
identificación del anterior asesino y que la bestia anda aún suelta?
Pedro
Martí, en la propuesta novelística Donde
lloran los demonios, nos deja sin aliento en cada página (nos encontramos
ante una novela negra canónica) y no permite que ningún cabo (argumental,
descriptivo o psicológico) quede suelto: encuadra perfectamente lo que quiere
decir, lo expresa con elegancia innegable y construye unos personajes, tanto
principales como secundarios, en los que cada perfil tiene un sentido y en los
que los matices son tan delicados como brillantes. Añadamos a esa construcción
prodigiosa un final espléndido, adrenalínico (y también melancólico), y
obtendremos una de las grandes narraciones del pasado 2018, que seguirá
cosechando lectores durante 2019.
Consejo
de amigo: no pierdan de vista a este escritor.
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