Las
ciudades (lo escribió Francisco Umbral) tienen como idioma el ruido. Y esa
afirmación puede ser entendida de dos modos muy diferentes: como repulsa y como
magnetismo. En el primer caso, el escritor se refugia en su torre de marfil (Sainte-Beuve
dixit) y, desde sus balcones y ventanas, desdeña altaneramente el bullicio
exterior, motejándolo de insoportable o pueblerino. En el segundo, se deja atrapar
por su estruendo multicolor y festeja la algarabía con entusiasmo.
La última
entrega literaria de Antonio Muñoz Molina (Un
andar solitario entre la gente) sitúa el centro narrativo precisamente en
la ciudad, en el núcleo urbano, en sus calles, escaparates, letreros luminosos,
personas que hablan o gritan, folletos publicitarios, teléfonos móviles,
carteles cinematográficos, marquesinas o pantallas. Todo burbujeando, todo
lanzando sus reclamos sobre las personas que caminan. La ciudad como bombardeo
y como aleph, que sirve de paisaje y de estímulo tanto a personajes anónimos
(el hombre que va recorriéndola mientras recopila papeles de todo tipo, y luego
los recorta y los va archivando en sobres y carpetas) como a figuras de la
intelectualidad pretérita (Thomas de Quincey, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe,
Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Herman Melville, Fernando Pessoa o Walter
Benjamin), cuyos paseos quedan registrados en este lírico y tumultuoso tratado
de Deambulología.
“Soy todo oídos”, dice la primera frase del libro. “El gran
poema de este siglo solo podrá ser escrito con materiales de desecho”, se
escucha en la página 83. Y todo el material (variopinto y sintomático) que sus
ojos y sus orejas van recogiendo se adhiere aquí, en un ejercicio de filatelia
ambiciosa que tiene no poco de vademécum y de retrato de una época… Encontramos
en este medio millar de páginas algunas ironías (“Una chica alta y seria lee un
libro de Paulo Coelho. Esa lectura desacredita su belleza”, p.15),
adjetivaciones envidiables (“Hay un clamor ornitológico de niños que juegan en
el patio de un colegio”, p.93; “se oye un clamor cóncavo de pájaros”, p.157),
una prosa excepcional y, también, algunas consideraciones muy sensatas sobre el
mundo de la escritura (“A cada momento suceden cosas terribles en el mundo. La
desgracia de que a un escritor o un artista no le hagan caso es irrisoria”,
p.473).
Que los lectores no busquen una novela en este libro, porque no la
hallarán. Pero sí un experimento lúcido, moderno, líquido sobre los cauces y
fragores del mundo en que habitamos, donde también nos desliza algunas
interesantes confesiones personales, literarias o amorosas. Antonio Muñoz
Molina, como siempre, nos entrega un trabajo excepcional.
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