jueves, 1 de noviembre de 2018

Un andar solitario entre la gente




Las ciudades (lo escribió Francisco Umbral) tienen como idioma el ruido. Y esa afirmación puede ser entendida de dos modos muy diferentes: como repulsa y como magnetismo. En el primer caso, el escritor se refugia en su torre de marfil (Sainte-Beuve dixit) y, desde sus balcones y ventanas, desdeña altaneramente el bullicio exterior, motejándolo de insoportable o pueblerino. En el segundo, se deja atrapar por su estruendo multicolor y festeja la algarabía con entusiasmo.
La última entrega literaria de Antonio Muñoz Molina (Un andar solitario entre la gente) sitúa el centro narrativo precisamente en la ciudad, en el núcleo urbano, en sus calles, escaparates, letreros luminosos, personas que hablan o gritan, folletos publicitarios, teléfonos móviles, carteles cinematográficos, marquesinas o pantallas. Todo burbujeando, todo lanzando sus reclamos sobre las personas que caminan. La ciudad como bombardeo y como aleph, que sirve de paisaje y de estímulo tanto a personajes anónimos (el hombre que va recorriéndola mientras recopila papeles de todo tipo, y luego los recorta y los va archivando en sobres y carpetas) como a figuras de la intelectualidad pretérita (Thomas de Quincey, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Herman Melville, Fernando Pessoa o Walter Benjamin), cuyos paseos quedan registrados en este lírico y tumultuoso tratado de Deambulología.
“Soy todo oídos”, dice la primera frase del libro. “El gran poema de este siglo solo podrá ser escrito con materiales de desecho”, se escucha en la página 83. Y todo el material (variopinto y sintomático) que sus ojos y sus orejas van recogiendo se adhiere aquí, en un ejercicio de filatelia ambiciosa que tiene no poco de vademécum y de retrato de una época… Encontramos en este medio millar de páginas algunas ironías (“Una chica alta y seria lee un libro de Paulo Coelho. Esa lectura desacredita su belleza”, p.15), adjetivaciones envidiables (“Hay un clamor ornitológico de niños que juegan en el patio de un colegio”, p.93; “se oye un clamor cóncavo de pájaros”, p.157), una prosa excepcional y, también, algunas consideraciones muy sensatas sobre el mundo de la escritura (“A cada momento suceden cosas terribles en el mundo. La desgracia de que a un escritor o un artista no le hagan caso es irrisoria”, p.473).
Que los lectores no busquen una novela en este libro, porque no la hallarán. Pero sí un experimento lúcido, moderno, líquido sobre los cauces y fragores del mundo en que habitamos, donde también nos desliza algunas interesantes confesiones personales, literarias o amorosas. Antonio Muñoz Molina, como siempre, nos entrega un trabajo excepcional.

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