En este
segundo tomo de Las mil noches y una
noche se reducen de forma muy considerable los episodios sexuales, que
tanto proliferan en el volumen inicial de la serie; pero esa reducción temática
no supone una merma del interés narrativo, porque accedemos a un buen número de
relatos en los que el humor, la crueldad, las reflexiones sobre la muerte o los
resortes retóricos asaltan al lector con gran eficacia.
Sorprende,
por ejemplo, la habilidad mostrada en la noche 25, en la cual se nos informa
sobre la hilarante historia del jorobado al que se mata por accidente y cuyo
crimen se atribuyen varias personas por diferentes motivos, todos ellos
erróneos. O la espantosa falta de humanidad que manifiesta aquella dama que, al
ver que las manos del hombre con quien se acaba de desposar huelen a ajos, le
hace cortar los pulgares, ofendida (noche 27).
Para los
amantes de la literatura comparada también resulta chocante descubrir la
temprana aparición literaria de una “celestina”, a quien se entrega una bolsa
de dinares por actuar de eficaz intermediaria entre el narrador y la hija del
cadí de Bagdad (noche 28). O advertir cómo El-Aschar protagoniza una versión
oriental del cuento de doña Truhana, pero encarnándolo en un vendedor de
cristalería (noche 32).
En el
orden filosófico, creo que resulta muy llamativa la forma en que define a la
muerte, con mayúsculas menos fervorosas que asqueadas (“Arrebatadora de todo
goce, la Dislocadora de toda intimidad, la Separadora de los amigos, la
Sepultadora, la Invencible, la Inevitable”, noche 32).
Apuntaré
también una fenomenal hipérbole, que he subrayado con admiración en la noche
35: nos habla de la ropa mísera de un pescador y nos dice que está “llena de
chinches y de pulgas en número suficiente para cubrir la superficie de la
Tierra”.
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