Pepico es
un seminarista que, desde hace tiempo, ya no siente la fe correr por sus venas.
Toda la presión familiar que soportó y que lo terminó encaminando hacia el
seminario se ha ido diluyendo paulatinamente cuando ha comprobado “la falta de
caridad, la mezquindad y la superchería” (p.77) que imperan dentro de sus
muros. Pero, por encima de todo, le horroriza la idea de desilusionar a su
madre, que anhela tener un hijo sacerdote. Ésas son las terribles pulsiones que
laceran el alma del muchacho, a quien no hay ningún problema en identificar con
el propio José Luis Castillo-Puche, a tenor de las anécdotas que sobre él
conocemos por lecturas anteriores.
Este
chico, que siente a su alrededor el latido de la inminente guerra civil del año
1936, tendrá que cuidar de su madre en una casita de El Algarrobo cuando en
ella se agraven los síntomas de la tuberculosis; y cuando esté atravesando sus
peores momentos anímicos verá que llega a sus manos la orden para que se
incorpore al combate, a la vez que escucha al capitán Castañeda definirlo como
“recuperado del copón” o “recuperado de la hostia” (p.13), con tan mal gusto
como crudeza.
Historia
de torturas interiores (aquella vez en la que el padre Crisanto lo asió por el
sexo, en un bochornoso desahogo sexual; aquellas letanías repetidas sin fe y
sin convicción profunda; aquella falta de libertad que constreñía su corazón),
pero también de torturas exteriores (las miradas acusadoras de ciertos
familiares, el rencor que burbujea en las primeras semanas de la guerra civil,
la brutalidad que el muchacho encontrará de pronto abofeteándolo), que nos
retrata un mundo de trazos bruscos e inmisericordes, tan cercano en el tiempo
como inquietante.
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