Hay un tipo de listas literarias que vienen
dictadas por criterios económicos y editoriales, y que nos muestran aquellos
volúmenes que más venden cada semana, que más comentados resultan en los
magazines y que más colas provocan en las ferias del libro y en las firmas
organizadas por los grandes almacenes. Y hay otro tipo de listas que, muy
diferentes a las anteriores, las consolida el Tiempo, que es el único crítico
literario solvente y fiable. Casi todos los autores matarían por aparecer
reflejados en las primeras, mientras que solamente unos pocos se adscriben con elegancia
apolínea a las segundas. En este último bloque tenemos a Miguel Sánchez Robles
(Caravaca de la Cruz ,
1957). No lo busquemos jamás entre los poetas que salen fotografiados con un
whisky, gafas de colores o bufandas histriónicas en las revistas y en los
saraos; no lo busquemos entre los miembros del jurado que otorga un premio más
bien discutible. Miguel no se mueve en ese círculo. Lo suyo es otra cosa.
Miguel es profundidad y belleza, verdad y sentido, eternidad. Y esto lo
convierte, sin lugar a dudas, en uno de los mejores poetas de España. Será el
Tiempo el que se encargue de demostrarlo.
Ahora, después de haber obtenido con brillantez el
premio de poesía Claudio Rodríguez, el sello Hiperión publica su obra Las palabras oscuras, una cartografía
interior en la que Miguel nos permite asomarnos una vez más a sus vísceras, a
su corazón lacerado, a sus ojos llenos de clarividencia. Empapado por una languidez
que jamás lo abandona, el poeta caravaqueño advierte que “la vida es un alud de
barro con diamantes”, un magma gris en el que flotamos, buceamos o nos ahogamos,
y que la luz es un don que solamente nos alcanza de vez en cuando, en instantes
especiales. Eso no lo conduce, desde luego, al nihilismo, sino a una lucidez
inquebrantable en la que se refugia para luchar contra “el tontismo vigente”.
Estamos dirigidos, estamos manipulados, estamos condenados por un Destino que
se ha vuelto contra nosotros y que parece habernos secuestrado la ilusión
(“Cuando nuestros hijos nacieron
toda la esperanza de La Tierra se había gastado ya.
Ahora todo es un teatro de juguete a pilas
lleno de marionetas con las voces grabadas.
Y la vida parece una impresora sin papel
o la aguja de un reloj detenida en las once”),
pero nos queda siempre el refugio de vivir los días
con pasión roja y con labios que quieren besar y beber (si ambos verbos no son
sinónimos). No hay Luz, aunque tenemos la suerte de disponer de luces.
En estos tiempos decepcionantes en que “las películas
son estúpidas / y el dinero crece en los bancos / como los conejos en
Australia” todavía quedan algunos resquicios por los que escapar: existen las
muchachas que van en bicicleta con los muslos mojados, existen los dormitorios
con luz dorada y peluches, existen ciertas músicas y ciertos licores, existen
los versos de quienes nos ayudan a vivir deslizándonos su belleza amarga o su
amargura bella.
Los buenos someliers de la poesía advertirán desde
el primer verso que Las palabras oscuras
es Miguel en estado puro: desgarro, acero lírico, trazas de una melancolía
expansiva, dioramas de luz. Por eso embriaga como todos sus libros anteriores.
Porque es triste y verdad y revelación y asentimiento.
Miguel Sánchez Robles continúa, enérgico, su
diálogo con la Poesía ,
que lleva años siendo su amante. Nosotros, los lectores, tenemos la suerte de
gozar con la contemplación extasiada de los hijos que conciben. Y ojalá que
continúe siendo así por muchos años. Poetas del mismo rango de Miguel Sánchez
Robles hay algunos en España; por encima, no.
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