A veces
ocurren cosas como ésta: durante años has observado un libro en tus estanterías
y no te animabas a cogerlo; y cuando por fin lo has hecho y has recorrido sus
páginas (las “has fatigado”, como diría Jorge Luis Borges) se te ponen los ojos
a dar vueltas y te arrepientes de no haberlo sumergido antes en él, porque te
ha encandilado el estilo de su autor. O bien ocurren cosas como ésta, que
supone su antítesis: que después de haber escuchado durante años y a diferentes
personas una serie de elogios sobre determinado novelista o cierta poeta o
dramaturga, te encuentras con una obra suya, la lees de punta a rabo y frunces
la boca pensando que dónde están las presuntas excelencias que atesora el
volumen a juicio de otros.
Jamás había
leído a Clarice Lispector, así que coger su obra Silencio, traducida por Cristina Peri Rossi, suponía una aventura,
un sendero nuevo por roturar. ¿Era tan
maravillosa como aseguraban? Personas a quienes respeto desde hace mucho tiempo
habían pronunciado y escrito unos juicios tan admirativos sobre la escritora
brasileña que, finalmente, opté por incorporarla al grupo de lecturas
pendientes. Pero el experimento, debo decirlo con sinceridad, me ha dejado
vacío. Ni uno solo de los relatos me ha conmovido, ni uno solo de los personajes
me ha conmocionado, ni uno solo de los argumentos me ha parecido seductor o
mágico o inolvidable. Salvaría del conjunto “La partida del tren”, pero con
todos los demás haría cucuruchos para meter castañas asadas o palomitas de
maíz.
¿Repetiré con otra obra suya? No estoy en condiciones de ser tajante, porque me fastidia estigmatizar a nadie tras la lectura de uno solo de sus libros, pero se me antoja dudoso. Lo dejaremos en un interrogante.
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