Escribió el madrileño Ramón Gómez de la Serna , en uno de sus libros
singulares, que no hay discusión posible: o se tiene la mitología del café o no
se tiene. Equivalía este juicio perogrullesco a sostener que es inútil emitir
dictámenes sobre gustos, porque están condenados al fracaso. Con la prosa de
José Martínez Ruiz, Azorín, ocurre algo parecido: o te seduce desde el
principio o no le encuentras asidero por donde amarrarla. Entre quienes opinan
que se trataba de un genio y quienes esclafan que su prosa era cobarde (Paco
Umbral dixit), a duras penas se habilita un término medio. Para quienes deseen
comprobar cuál es su postura, el sello Cátedra acaba de lanzar el Diario de un enfermo (edición de
Monserrat Escartín Gual), que fue la primera producción novelística del
alicantino, publicada allá por 1901.
El eje argumental, tan débil como prescindible, se
vertebra alrededor de un joven novelista hiperestésico que, después de
numerosos paseos por la ciudad y sus alrededores, acaba enamorándose de una
chica pálida, elegante y silenciosa con la que acaba contrayendo matrimonio.
Apenas más. Pero esta condición de “argumento feble” no constituye una flaqueza
o un error del monovero, sino que es directamente buscada por Azorín, que está
mucho más interesado por otros elementos en su libro, como la observación
minuciosa de los paisajes, el retrato detallista de las figuras humanas que va
encontrando en sus paseos o el apunte sociológico sobre costumbres, vestimentas
o ritos sociales de su entorno. Construyendo pequeños cuadros narrativos en
forma de diario, y dejando que la sensibilidad del lector vaya uniendo esos
bloques entre sí como si fueran teselas de un mosaico, Azorín deja en nuestras
manos una especie de vidriera anímica de gran colorido y de alta sensibilidad.
Estilísticamente, Diario de un enfermo es una obra que ya anticipa de modo muy claro lo
que serían las restantes producciones de José Martínez Ruiz: frases cortas,
donde las aliteraciones y los paralelismos trazan una envoltura musical muy
llamativa, que se percibe con nitidez en cualquier página que escojamos al azar;
léxico amplio, con propensión a utilizar expresiones añejas, campesinas o en
desuso; grandes dosis de adjetivos, que salpican el texto a veces de una forma
un poco atosigante; y un tono general de melancolía que impregna cada párrafo
con una especie de bruma perforada por el sonido de las campanas.
No puede dejarse de lado en este volumen la
fabulosa introducción y el prolijo apartado bibliográfico que la doctora Monserrat
Escartín Gual, docente en la universidad de Girona, aporta para comprender
mejor la obra. Un total de 230 páginas nos sitúan ante el libro con una
amplitud de datos absolutamente anonadante, que nos despejan todas las dudas
posibles sobre este volumen que el narrador alicantino nunca consideró digno de
elogio. De hecho, resulta curiosa la forma en que, durante décadas, no fomentó
ninguna reedición, ni se animó a incluirla en ningún tomo de obras selectas, ni
de fragmentos escogidos, ni similares (los detalles pueden leerse entre las
páginas 207 y 209).
En suma, una oportunidad magnífica para valorar
mejor la figura de José Martínez Ruiz (1873-1967), uno de los componentes más
notables de la generación del 98. En concreto, del que más cerca estuvo de Murcia
(en concreto, de Yecla, donde sus huellas todavía se respiran por doquier).
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